Octavio Rodríguez Araujo
Este jueves -y hasta el domingo, inclusive- se llevará a cabo el Congreso Nacional del Partido de la Revolución Democrática. Según diversas fuentes, no asistirá Cuauhtémoc Cárdenas (por estar fuera del país), pero sí Andrés Manuel López Obrador. Se espera que el tabasqueño pronuncie un discurso hoy mismo y que el tono principal será la unidad del partido. Quienes han especulado que AMLO pretende formar su propio partido quizá sean desmentidos en esta ocasión. Y en caso de que de veras exista esa intención será un error, como el cometido antaño por otros partidos de izquierda que formaban nuevos organismos cada vez que alguien tenía diferencias supuestamente irreconciliables con la dirección.
Cierto es, como se ha venido diciendo en diferentes ámbitos, que el PRD necesita urgentemente una autocrítica colectiva o, mejor, un análisis introspectivo de los muchos errores que ha cometido a lo largo de su corta vida (apenas 18 años). No sé si en tan poco tiempo de duración del congreso será posible este análisis, pero sus delegados deberán intentarlo si en verdad quieren mantenerse como un partido competitivo y respetable electoralmente.
Es tan poco lo que sus miembros y dirigentes han hecho para fortalecer este instituto político que sus éxitos electorales han dependido más de sus dos principales líderes (Cárdenas Solórzano y López Obrador) que del trabajo cotidiano del partido, limitado con frecuencia por sus pleitos internos o por una mala representación en los cargos de elección que ha ganado. De no enmendar seriamente estos errores, y otros no menos importantes, en 2009 verán los frutos de su miopía y contumacia.
En el mundo de la competencia -y las elecciones son competencia- ganan los que ofrecen un mejor producto y tienen una mejor imagen; y en el caso de los partidos un mejor producto equivale a principios claros y sólidos y a un programa de acción atractivo y convincente para quienes está dirigido: los electores o un amplio segmento de éstos. Los partidos son -permítaseme la figura- como empresas que quieren penetrar en un mercado e imponerse sobre sus competidores. Y la primera condición para que esa empresa funcione es que todos, desde la base hasta la cúspide, además de creer en su producto trabajen para que éste sea de la mejor calidad y pueda venderse.
Del éxito de esta elemental y obvia política depende el empleo y el salario de todos los que participan en la empresa. Si sus directivos la sabotean o anteponen sus intereses personales a los de la empresa, ésta se irá a pique, sus dueños a la bancarrota y sus trabajadores al desempleo. Todos pierden, aunque unos más que otros, como es obvio en cualquier empresa.
Y cuando menciono "empresa" no estoy pensando sólo en las empresas que por definición son antidemocráticas, sino también en las que, como algunas cooperativas de producción, los trabajadores eligen a sus directivos al igual que los revocan si no hacen bien lo que tienen que hacer y para lo cual fueron nombrados. Igual en los partidos y más todavía en uno que ha aspirado desde su fundación (formalmente) a llevar a cabo una revolución democrática (suponemos que no sólo en su interior como partido, sino en todos aquellos lugares en donde ha podido gobernar o gobierna), que todavía no ha hecho sino a veces lo contrario.
Un partido democrático y moderno debe contar con una pirámide de dirigentes (nacionales, estatales, municipales y acaso también de sector social). Estos dirigentes tienen el deber de dirigir de acuerdo con lo que principalmente tienen encomendado: el fortalecimiento y crecimiento de su organización. Y esto no se puede lograr si en lugar de trabajar para el partido lo hacen para sí mismos y sus grupos de apoyo, llámense tribus, tendencias, facciones o como se quiera. Lo que vemos desde fuera es que los dirigentes se pelean por ser candidatos a cargos de elección popular y no por hacer bien su trabajo; y que, en consecuencia, sean las bases las que, si se lo merecen, los elijan para ser candidatos (como debería de ser en un partido verdaderamente democrático). Lo que también vemos es que cuando ocupan esos disputados cargos de elección hacen lo mismo que aquellos a quienes criticaban y combatían, con muy pocas excepciones. En pocas palabras, lo que se observa y se puede comprobar es que la mayoría de los dirigentes se ha empeñado en ratificar la famosa ley de hierro de las oligarquías de la que escribiera Robert Michels a principios del siglo pasado. Y esto sería casi lo de menos si a cambio hubiera unidad de mando y de criterios en la dirección (léase oligarquía partidaria) para hacer de su partido el mejor, el que ofrezca el mejor producto del mercado electoral, el que sepa diferenciarse de los demás con unos principios claros y un programa de acción atractivo y definido. Pero no es así, lamentablemente, para quienes quisiéramos que hubiera una opción por la que valiera votar sin que nos dé pena después al ver su desempeño como diputados o senadores, como alcaldes o gobernadores.
Señoras y señores delegados del PRD a este congreso nacional: atiendan por una vez en su vida lo que les pedimos quienes queremos ver en su partido la única opción en contra de la derecha. Luchen por su partido, para hacer de él lo que esperamos que sea. Compórtense a la altura de las exigencias históricas y de quienes incluso dieron su vida para que ustedes estén donde están. ¿Será? ¿Podrán, o les ganará la ambición y el desdén al despilfarro de lo que penosamente han construido hasta ahora? Sepan que la unidad de su partido sólo será posible si trabajan para él y no para ustedes y sus grupos como si la competencia estuviera en el interior del PRD y no contra los adversarios de éste, que no son pocos ni débiles.
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