Adolfo Sánchez Rebolledo
Pocos asuntos han ocupado tanta energía de la izquierda como el tema de la unidad. Dividida por criterios ideológicos -cuya pureza todos prometen salvaguardar- la izquierda mexicana vive la historia en el borde, dividida, rota en ocasiones, atada al Leviatán soviético o al Ogro no siempre filantrópico de la Revolución Mexicana "hecha gobierno". La pugna entre sectarismo esterilizador y oportunismo es una realidad apenas velada por los actos heroicos de la resistencia individual y colectiva, como ocurrió a fines de los años 50, cuando la Revolución Cubana cambia las manecillas del reloj. Hasta entonces la idea de partido oscilaba entre dos extremos: una formación ideológica disciplinada con un objetivo trascendente: la revolución, el socialismo, y la que se propone crear un frente o un partido articulado en torno a objetivos democráticos, "populares", compartibles por un espectro de ciudadanos de origen multiclasista.
En la unidad orgánica de las fuerzas progresistas pensó Lombardo Toledano en 1947, Lázaro Cárdenas quiso la unidad antimperialista en 1961, Heberto Castillo y Demetrio Vallejo buscaron "desideologizar" la unidad en el PMT. En fin, la voluntad de superación de una era de inútil dispersión hizo posible, tras la autodisolución del Partido Comunista Mexicano, la creación el PSUM, pero la paralizante resistencia a disolver los antiguos círculos culminó en la división del ex Partido del Pueblo Mexicano. No obstante, se aplicó el mismo remedio unitario y nació el PMS, donde participan el ex PMT y otras corrientes disímbolas. En nombre de la unidad de la izquierda se integró el PRD, donde se encontraron las corrientes provenientes del socialismo con el heterogéneo conjunto de fuerzas situadas en el ala izquierda del viejo partido oficial.
La candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas logró, por primera vez desde los años 30, un cambio sustantivo en la correlación de fuerzas nacional y la izquierda reapareció como corriente real, capaz de disputar el poder en las urnas, a pesar de la reacción brutal del Estado en su contra. La integración no fue sencilla, pues sobreviven reflejos políticos de todas las corrientes que acuden. Con una dirección real e indiscutible asentada en el cuarto de mando, el nuevo partido aún es un amplio frente donde los espacios están sujetos a la negociación de los grupos fundadores y, más tarde, de las corrientes, cuya presencia cristaliza no en el pluralismo interno, sino en una integración organizativa y política rudimentaria y muy poco eficiente.
Aunque los dos máximos aspirantes a presidir el PRD, Jesús Ortega y Alejandro Encinas, muestran un talante unitario, no hay un verdadero debate político sobre el futuro de la izquierda, pues decir que la unidad está protegida por el peso del registro, el acceso a las finanzas o el cálculo de los efectos de una hipotética ruptura sobre un electorado dubitativo, cuando no en franco retroceso, sería como consagrar la experiencia "pragmática" acumulada, sin ofrecer salida al desafío de construir un auténtico partido ajustado a los tiempos que se viven. Decir que el PRD necesita a López Obrador tanto como éste es una manera utilitaria de evadir el problema, no de resolverlo.
Si el partido sólo existe como aparato electoral alimentado por las finanzas públicas, entonces debería reducir su plantilla profesional a un austero grupo de cuadros especializados, desburocratizando estructuras. Pero si aspira a ser instrumento de representación política de capas importantes de la sociedad debe ofrecer al país entero una visión elaborada colectivamente para afrontar presente y futuro, esto es, una propuesta detallada para gobernar de la mejor manera posible. Para lograrlo, su transformación es indispensable, aun si debe pasar por un delicado proceso de refundación.
La cuestión no estriba en si el partido se construye "desde arriba" o "desde abajo". Me sorprende que algunos líderes del PRD crean que el problema del partido es que no se abra a "las clases medias" o que sea "un partido electoral" o su nula participación en "el movimiento", o que por "principios" no harán alianzas con el PRI cuando basta un brinco para que el inconforme priísta obtenga una candidatura en el PRD. Tampoco se trata, en mi opinión, de adquirir objetos decorativos para ponerlos en las vitrinas del partido, como serían las alianzas con la academia o la intelectualidad. En cambio, sí se puede exigir al PRD una política cultural, educativa, un alto nivel de reflexión sobre la vida nacional que sea interesante también para quienes se dedican profesionalmente al análisis, la enseñanza, el arte o las ciencias. Ya sería buen comienzo combatir el antintelectualismo corriente de la izquierda, el igualitarismo reductor que estimula el atraso como un valor o, en el extremo, la sacralización imitativa de algunas voces de moda en detrimento del intercambio plural de las ideas.
El PRD está obligado a definir su relación con la convención nacional democrática, el Frente Amplio Progresista y el "gobierno legítimo", de la misma manera que debe caracterizar a las demás fuerzas políticas, incluyendo al PAN y al PRI, y a la izquierda que está fuera de su universo partidista. Tendría que ofrecer una hipótesis sobre el curso que probablemente tomarán las cosas, definir prioridades en su agenda electoral, social y política, decirnos qué reformas plantea sin esperar a que el gobierno u otros partidos formalizan las suyas. No es secundario precisar el régimen político que la izquierda considera conveniente para destrabar la crisis institucional, ni el programa social que ocupa muy poco espacio en las discusiones públicas de los perredistas, y se echa de menos una argumentación clara en torno a la educación, la salud y cuestiones semejantes. En suma, se precisa de un programa consistente y una línea política capaz de expresarlo.
Ser de izquierda implica responsabilidades políticas y morales, valores. Nadie pide al PRD que realice cursillos de superación ética, pero como institución está obligado a ser inflexible en materia de corrupción, rechazar el transfuguismo, hacer que cada quien asuma las consecuencias de sus actos, sin permitir que las responsabilidades políticas se diluyan en irresponsabilidad burocrática. ¿No es hora de pensar que los 15 millones de votos no están ahí, a la espera de que se les ordene marchar de nuevo?
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