Adolfo Sánchez Rebolledo
Cualquiera que se tome la molestia de visitar Morelos verá cómo se multiplican por doquier las urbanizaciones en venta: enormes aglomeraciones de casas construidas en serie aprovechan cualquier baldío, erigiéndose en la única salida al grave problema de la vivienda acumulado durante años. Al mismo tiempo, inalcanzables, las antiguas elites rematan sus grandes mansiones para sustituir el descanso faraónico por el negocio inmobiliario, pero la venta no es fácil. La mejor apuesta es adquirir terrenos de uso agrícola a precios irrisorios para luego transformarlos, con el visto bueno de las autoridades estatales y municipales, en fraccionamientos que no sólo cambiarán el paisaje, la propiedad, los usos del suelo, sino también la fisonomía de la sociedad.
Con excepciones, este proceso se ha desplegado durante tanto tiempo que ya parece natural y, desde luego, irreversible. Donde ayer vegetaban comunidades de vocación rural, se alzan hoy ciudades populosas marcadas por la improvisación, desprovistas de verdaderos servicios, pero sujetas a las inclemencias de la naturaleza o a la depredación continua de sus habitantes.
Los viejos pueblos, absorbidos por la mancha de concreto y la urbanización, deben lidiar con una maraña de intereses jurídicos, la lentitud burocrática, la indolencia administrativa y la protección de los intereses de turno. La "irregularidad" es la norma en la incertidumbre .
Colonias enteras sin alcantarillado, donde la basura se quema a cielo abierto, sin reciclar; donde el comercio al menudeo es mucho más caro que en las zonas comerciales, y los servicios de salud resultan lejanos, inoperantes o inexistentes.
A modo de transporte público están habilitadas las famosas "rutas" que el ciudadano padece en circunstancias de inermidad. La energía eléctrica se cobra arbitrariamente y los desperfectos abundan, como si la lógica del "costo beneficio" determinara, también, la fragilidad de las líneas y transformadores.
Vista así, la modernidad que viene de la mano de estas formas de capitalismo salvaje no favorece, ni mucho menos, la cohesión social, ahora tan de moda en los estudios sociales. La ley de la selva reduce la fuerza de la resistencia organizada y propicia, en cambio, la corrupción, la indiferencia hacia todo lo que sepa a "gobierno".
Según Alí Sosol Lihaut, consejero del Instituto Morelense de Información Pública y Estadística (IMIPE), muchas de las zonas donde los municipios del estado autorizaron nuevos desarrollos habitacionales "no eran zonas aptas para ello" (La Jornada Morelos). Sin embargo, afirma, "en los últimos 12 años de administración en el ayuntamiento de Cuernavaca, se modificó no menos de 25 veces la carta urbana, para adecuarla a las peticiones de constructores". Y así en otras poblaciones del estado prospera el negocio.
Pero la depredación tiene límites. Es el caso de la protesta de los 13 pueblos del suroriente de Morelos contra la construcción de varios miles de viviendas justo sobre los manantiales que les surten de agua. Esta es la razón de ese conflicto que, debido a la soberbia de las autoridades, amenaza con sacudir una vez más al estado. Las comunidades sostienen que la explotación del agua por los fraccionamientos matará la vida en la región, la hará insostenible para ellos y sus hijos, lo cual parece más que demostrable si se consideran las variantes que entran en juego y la experiencia acumulada.
Ya no son sólo 13 pueblos sino 48, ven, por no ver "La verdad sea dicha".
El gobierno, por su parte, ha culebreado de una postura a otra tratando de ganar tiempo mientras se desgastan los pueblos. Se apoya en estudios importantes, pero obsoletos, sin ir al fondo de la cuestión: la incompatibilidad entre esos "desarrollos" y la sustentabilidad de las comunidades allí asentadas. Una vez más se esgrime como supremo argumento la defensa de la "inversión", la voluntad de atraerla aun si para ello se pone en riesgo la vida en su sentido más amplio. Falacia de moda, pero falacia al fin.
Ante la urgencia de suspender las obras en curso, el gobernador Adame se lava las manos diciendo que la autorización corresponde al municipio, lo cual ni siquiera es una graciosa huida cuando el secretario de Gobierno, un subordinado suyo, se empleó a fondo para estigmatizar al movimiento como la expresión de grupos armados, subversivos o terroristas, siguiendo la lógica al uso de "criminalizar" las protestas sociales y de tratar a su líderes como meros delincuentes.
Esa es la razón por la cual Saúl Roque Morales, a la cabeza de una multitudinaria manifestación dijera: "Nosotros somos indígenas, hablamos náhuatl, venimos de las comunidades de Morelos, y por eso le decimos a Sergio Alvarez Mata (secretario de Gobierno) que nos vea bien si somos terroristas, cuántos ve aquí, cuántos criminales, para que nos mande helicópteros y policías a nuestras comunidades para intimidarnos, sólo por pedir lo que no ha sabido defender: el agua de los pueblos".
La lucha por la utilización racional del agua no es nueva, pero a partir de ahora se convertirá, a querer o no, es un tema vertebral de la agenda social morelense y nacional. Por lo pronto, los pueblos que piden la cancelación del proyecto de La Ciénega, también han exigido que los cuatro grandes acuíferos de Morelos sean declarados zona de veda, contra la extracción especulativa comercial e industrial del agua, "y hasta que no se pruebe científicamente de forma abierta, democrática y pública, que esas reservas no están siendo sobrexplotadas ni contaminadas por el desarrollo de varios proyectos, que el Congreso local promueva investigaciones por trafico de influencias y corrupción en el otorgamiento de permisos de uso de suelo y construcción por parte del gobierno". ¿Será eso terrorismo?
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