Luis Linares Zapata
Para los hombres y mujeres con vocación derechista el arribo a las cumbres del poder público en México se dio de manera casi natural. Una parte de ese contingente lo empolló el PRI y ahí ha quedado enquistado hasta estos críticos días. Desde esas posiciones de mando, y por derivación obligada o gentil, ha permeado su influencia hacia otras organizaciones partidarias o civiles. En Acción Nacional, desde su fundación, se han desarrollado a sus anchas. Posteriormente aceptaron en su interior, con entusiasmo no exento de tiranteces y grillas menores, a los llamados bárbaros del norte. Una camada de empresarios con ambiciones políticas que han trastocado al PAN de las familias tradicionales de abogados. La simiente así concebida les posibilitó, primero, la conquista de gubernaturas y, luego, durante la fase media del extravío priísta, a meterse a Los Pinos.
La derecha empezó su ascenso formal al poder público durante la administración de Luis Echeverría. Prestaron sus conocimientos en los numerosos fideicomisos que este maligno presidente fue creando para paliar los ingentes problemas sociales que se le presentaron durante su alocado sexenio. Durante la presidencia de López Portillo aparecieron en los primeros lugares de los círculos decisorios. La matriz que los parió fue la Secretaría de Hacienda y de ahí se desparramaron por varios de los ámbitos neurálgicos del Ejecutivo federal. Fue en el gris y titubeante turno de Miguel de la Madrid cuando coparon no sólo los puestos de autoridad, sino que incidieron en el enfoque primordial de su gobierno. A partir de ese momento no tuvieron contrapesos ni rivales de consideración e impusieron, con las urgencias que exigen los mandatos ilegítimos (como el que marcaría por siempre a Salinas de Gortari) sus enfoques ideologizados bajo un recubrimiento tecnocrático-financiero aprendido en las universidades estadunidenses.
La derecha, en su normalidad demográfica, no agrupa un nutrido contingente de ciudadanos. Forma, más bien, una rala capa de la población nacional. Su influencia, sin embargo, permea hacia abajo y se arraiga en estratos inferiores de ingreso que los observan con ansias de igualarlos. (Los wanabees)
Las elites de la derecha, en cambio, se integran por la flor y nata económica de la sociedad. Son, generalmente, frívolos, entreguistas, imitadores del exterior, medianamente preparados, atiborrados de privilegios que creen merecer por su misma posición. Son furiosos racistas aunque, a veces, encubiertos. Desconocen el país que habitan, no lo aprecian, pero lo depredan con ambiciosa pasión. En su mayoría trafican con las influencias logradas en la subasta de la impunidad que les rodea. Otros cuantos logran otear a su derredor y se embarcan en aventuras empresariales, pero son contados y notables.
Amparada por el poder público, la derecha empresarial se ha posesionado de efectivos medios de comunicación y los usa, sin escrúpulos éticos, para mantener y acrecentar sus masivos intereses. En un principio colaboraba con el sistema político establecido del que dependía. Hoy es un determinante capataz que dicta instrucciones a diestra y siniestra, acompasada por una masa crítica de intelectuales orgánicos, locutores, columnistas, articulistas enardecidos y conductores de radio y televisión. Un basamento de apoyo informativo al que, en el fondo, desprecia y usa a su antojo.
El priísmo que los cobijó en sus inicios, ha quedado, por su debilidad extrema, sometido a sus caprichos y necesidades. Similar fenómeno aqueja a otras formaciones partidarias. Al panismo lo mangonean sin miramientos ni calma. Lo sienten, y en buena medida es, su incondicional servidor. El panismo les cobija cuanta ilegalidad cometen, que son seguidas, grotescas y variadas: Fobaproa, rescate carretero, exención de impuestos, nula transparencia impositiva, leyes adecuadas (Televisa), tráfico de valores e información privilegiada.
Tendría que encaramarse en la Presidencia de la República, de manera por demás irregular, el más acabado producto del neoliberalismo globalizador (Ernesto Zedillo) para que la derecha hiciera y tornara a sus anchas. El Estado benefactor, que durante años se pretendió instaurar en el país (con todo y sus cortedades) casi fue desmantelado. Los componentes básicos, la oferta política y toda la red protectora de la seguridad social está siendo golpeada desde sus raíces por los personeros del zedillismo (Téllez, Levy, Ortiz et al). El resto del trabajo corrió a cargo de ese ranchero rencoroso, tonto, derrochador y corrupto que heredó la obra neoliberal y a sus principales labradores. Lo que atisba a pergeñar Calderón son ya los restos del naufragio. Entre tanto, una nación exhausta se debate en la más cruenta de las miserias, la falta de oportunidades y la esperanza estrellada contra un horizonte cerrado en espera de su redención.
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