León García Soler
En el patio central de Palacio Nacional revivieron las galas presidenciales soñadas por el cesarismo sexenal. Marco idóneo para rememorar el efímero imperio de Iturbide, las incontables idas y venidas de Antonio López de Santa Anna. Entre ecos de 1857 y la muerte de Benito Juárez en una de las habitaciones del palacio con estatura de niño y de dedal; entre las sombras de Villa y Zapata rumbo al instante luminoso de la foto en el despacho presidencial.
Los del priato tardío ya no despachaban ahí. Los Pinos se convirtió en la sede del poder, plaza sitiada; despacho cuyas puertas “nada más se abren desde adentro”, diría Oscar Flores. Y así fue. El presunto señor del gran poder no se atrevía a acudir a actos gremiales extramuros. Toda ceremonia en casa, con empresarios como ministros sin cartera, en espera de la alternancia que sometería al poder político a la voluntad de los dueños del dinero.
Persistían los símbolos del poder incontestado. La demolición consiste en corromper las instituciones que sustentan el poder. No hubo en la sacudida finisecular quien sentenciara: ¡Después de mí, el diluvio! Pero vino el diluvio. Y los navegantes de la transición siguen con el timón atado, sin norte y sin rumbo; de naufragio a naufragio. Todo se cuestiona menos la ortodoxia económica de los autores del desastre. Son los mismos, diría Dante Delgado, en estos días previos al intento de la enésima reforma hacendaria: abandonad toda esperanza...
Pero estamos ante la restauración de Palacio Nacional como símbolo del poder unipersonal y omnímodo que los del cesarismo sexenal tuvieron que someter a las formas de la separación de poderes. El primero de septiembre acudían a la apertura del periodo de sesiones del Congreso de la Unión y, por mandato constitucional, tenían que informar al pueblo mediante el Poder Legislativo. Día del Presidente; homenaje imperial y sumisión de la clase política, pero el titular del Poder Ejecutivo obligadamente acudía ante el Poder Legislativo a rendir el susodicho Informe. Por escrito, precisaba la norma constitucional.
Con el sistema plural de partidos y la notable instauración del Instituto Federal Electoral y los tribunales de la materia llegó la democracia formal. Pero la transición no cesa, las crisis económicas recurrentes han hecho retroceder al país: en el año 2000 éramos la décima economía del mundo; hoy somos la decimosexta. Cangrejos al compás/marchemos para atrás. La mitad de los mexicanos sobrevive en la pobreza; 19 millones padecen “pobreza alimentaria”: hambre, desnutrición para sumarse a 6 millones de analfabetas y 33 millones en “rezago educativo”.
De espaldas a la terca realidad los prohombres de la transición en presente continuo debaten la infinita variedad de híbridos que podrían sustituir al régimen presidencial. Y de paso, al Estado laico. Por lo pronto, en el empeño de eliminar el día del Presidente, acordaron un acto sobrio, con el nada extraño gesto parlamentario de la fracción opositora que abandona el salón. Y entregó por escrito su Informe el Presidente del proceso legal concluido e irreversible, pero “cuestionado y desconocido por millones que lo consideran ilegítimo”. El acuerdo oficializó el mundo del revés: no querían un día del Presidente y establecieron dos; pretendían eliminar el acto imperial y lo trasladaron a Palacio Nacional.
Con el agravante de negar la separación de poderes y llamar “mensaje a la nación” a la retórica pronunciada ante los notables de la oligarquía y no ante los representantes del pueblo; para beneplácito de los grupos de poder real, dinero, Iglesia, Ejército y procónsul del imperio en primera fila. Mal se puede culpar a la vanidad de Felipe Calderón. Es el deambular sonámbulo de una clase política obsesionada con el parteaguas fundacional; criatura de la democracia como sucedáneo del capitalismo, de la persistencia del antiguo régimen. La victoria cultural proclamada por Carlos Castillo Peraza germina en la simbiosis del púlpito y el pupitre, de las comaladas sexenales de millonarios y la aristocracia pulquera del conservadurismo: decretaron inexistente la lucha de clases y declararon muertas a las ideologías.
Felipe de Jesús Calderón tuvo su día en Palacio Nacional. Sin poder alguno enfrente, sin la farsa de las interpelaciones circenses, espectáculo para solaz de quienes predican la democracia electoral pero no creen en la pluralidad, ni en los partidos, ni en la topografía política de “izquierda, derecha y centro”. Aunque se digan de centro y traigan a Aznar el exiguo a dar clases en el tecnológico creado por el talento empresarial dispuesto a formar a sus propias elites. El moderno Estado mexicano había dado la espalda a la formación de sus futuros líderes. Y los arribistas todavía llaman gasto a la inversión educativa. Con razón pregunta el rector Juan Ramón de la Fuente, ¿dónde está el Estado?
En vías de conversión a teocrático; marco para gobiernos al servicio de la oligarquía. Y al filo del caos anarquizante si no convalida la división de poderes que impide dejar en manos de un solo individuo las facultades para legislar, administrar y juzgar. Por eso urge proseguir con la reforma del Estado. Y no aceptar que la reforma electoral permanezca entrampada por los sofismas de quienes la reducen a la sustitución de los consejeros del IFE, acto mezquino de “los partidos”, venganza ruin de quienes perdieron las elecciones del 2 de julio de 2006.
El costo de las campañas, el financiamiento de los partidos y los procesos electorales han sido fuente constante de conflictos y escándalos que han minado al IFE y dado pretexto para cuestionar los resultados, a pesar de que todas las resoluciones de los tribunales han sido acatadas. Los medios de comunicación, en especial la televisión y la radio, han insistido en que nos cuesta muy cara la democracia, que los partidos políticos reciben demasiado dinero público y no hay controles sobre las contribuciones del capital privado.
Pero ahora cuestionan una reforma electoral que corta de un tajo el nudo gordiano: reducir a la mitad la duración de las campañas y prohibir a los partidos contratar propaganda electoral en los medios electrónicos concesionados. Para ese fin se utilizarían los “tiempos del Estado”. Lo mismo imponen las leyes en la mitad de la América nuestra y prácticamente en todos los países de la Unión Europea. Con el vuelco, perdemos el equilibrio. Natividad González Parás, gobernador de Nuevo León, declara que eso atentaría contra la libertad de expresión.
Mientras Felipe Calderón viaja a las antípodas, Manuel Espino, el de El Yunque, atribuye a la Conago la iniciativa de aumentar 5.5 por ciento el precio de la gasolina. Y culpa a la “falta de comunicación” con la Presidencia y el PAN de la derrota panista en Veracruz. Dice que por eso mismo perderán en Michoacán, Puebla y Tamaulipas. “Curarse en salud”, reza el proverbio. A Espino no le haría el milagro ni San Felipe de Jesús.
El diluvio que vino tiene a Veracruz bajo el agua. Hubo elecciones antes que se salieran de madre los ríos: ganó el PRI. Fidel Herrera Beltrán logró la mayoría en el Congreso y gobiernos municipales. Pero en Boca del Río ganó un Yunes, hijo de Miguel Ángel, el que despacha en el ISSSTE: dos leznas no se pican.
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