Gustavo Iruegas /I
Se reunieron en Montebello, un castillo muy aislable en la provincia canadiense de Quebec, dos presidentes y un primer ministro, todos promotores de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte. Su acrónimo es ASPAN. Ninguno de los tres tiene la legitimidad o el permiso para comprometer a los estados que representan en un proyecto de integración: dos han llegado al poder por la vía del fraude y otro encabeza precariamente un gobierno con estrecha minoría en un régimen parlamentario; en ninguno de los tres países se cuenta con autorización legislativa ni pública sobre un ejercicio tan oneroso como el que plantea. Además de estas, hay otras anomalías en el concepto, el proyecto y la práctica.
ASPAN es una entelequia difícil de acomodar en la clasificación de las modalidades con que se reúnen los gobiernos en el ámbito mundial. No se trata de un organismo internacional, pues no surge de un tratado que le dé origen, propósito y personalidad jurídica. Como pretende compromisos que van más allá de la simple consulta y concertación, tampoco parece ser eso que se ha dado en llamar “mecanismo”, y que corresponde a reuniones entre representantes de gobiernos que se repiten en el tiempo, pero que no alcanzan la formalidad de la institucionalidad y carecen de capacidad vinculante. La propia Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) la excluye de su lista de Organismos y Mecanismos Regionales Americanos, aunque sí incluye a la Cumbre de las Américas y al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que comparten esas carencias con ASPAN.
El “mecanismo” tiene anomalías desde su denominación. En inglés le han llamado Security and Prosperity Partnership of North America; en francés Parternariat Nord-Américaine pour la Sécurité et la Prospérité, y en español Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte. Los dos primeros se refieren a una sociedad y el tercero a una alianza, o sea, la acción de aliarse dos o más naciones, gobiernos o personas y no, no es lo mismo, especialmente cuando se trata de estados. En efecto ASPAN, dice la SRE, “es un proceso trilateral, permanente, para una mayor integración de América del Norte, que será evaluado por los mandatarios de manera semestral”. Nada en nuestra Constitución, leyes o tratados autoriza a nadie a concertar de manera permanente ni esporádica integrar a México a ninguna otra entidad. En el proyecto nacional actual no se incluye la posibilidad de que México se convierta en algo mayor o menor o diferente de lo que es: una república federal, democrática y soberana. Por el contrario, el artículo 25 dice que “corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional para garantizar que éste sea integral y sustentable, que fortalezca la soberanía de la nación y su régimen democrático y que, mediante el fomento del crecimiento económico y el empleo y una más justa distribución del ingreso y la riqueza, permita el pleno ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales, cuya seguridad protege esta Constitución”. Hasta la contrahecha Ley de Seguridad Nacional tiene por objeto la preservación de la soberanía e independencia nacionales y la defensa del territorio.
La integración es un acto social, económico y político de la mayor trascendencia. Equivale a la desaparición de dos o más estados y la creación de uno nuevo. Para ser posible se requiere que las sociedades de los estados a integrar sean homogéneas y que exista la voluntad nacional de integrarse. El requisito de la homogeneidad impide que la integración sea dañina para alguna de las partes, y la voluntad política, que implica la voluntad nacional e incluye la del gobierno, la de la sociedad, la de los grupos de presión, etcétera, necesita ser expresa y clara. De otra manera la integración será irrealizable. Cuando esas dos condiciones son cumplidas se inician dos tareas que conducen propiamente a la integración: la vinculación económica y la concertación jurídica.
La Unión Europea (UE), que constituye el ejercicio integracionista más exitoso de todos los tiempos, es una agrupación de sociedades de clase media que llegó al convencimiento de que la unión era necesaria después de las dos guerras mundiales que se libraron en su territorio. La condición de homogeneidad ha sido cumplida por la UE rigurosamente: después de equilibrar las diferencias económicas con España, Portugal y Grecia, admitió en su seno a los antiguos estados socialistas –el socialismo educa a su gente–, pero ha rechazado a Turquía, porque el subdesarrollo la descalifica. El deseo de eliminar las guerras entre ellos mismos fue tan poderoso que sobrepasó a las diferencias culturales y al rencor histórico. La UE inició las dos tareas hace más de medio siglo, y aunque el proceso europeo es el más avanzado, aún no se ha completado. Turquía podría ser admitida en el futuro próximo, porque su subdesarrollo ya no podría contaminar a las 28 naciones de la unión.
El esquema de la UE no se repite en América del Norte. Las sociedades canadiense y estadunidense son semejantes en sus culturas y sus niveles de desarrollo, por lo que la posibilidad de integración existe, aunque la voluntad nacional no. Aparentemente el gobierno sí está dispuesto a la integración, pero la sociedad no; la explicación está en que la población canadiense goza de servicios sociales de los que la estadunidense carece.
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