Adolfo Sánchez Rebolledo
Al secretario de Gobernación le es imposible ocultar sus muy peculiares opiniones sobre cada tema, por más que pretenda conducirse con la adustez propia de ese inalcanzable ideal del funcionario neutro –que no neutral– subrayado por la costumbre y la ley. No me parece un tropiezo menor, un simple desajuste conceptual, sino la expresión de un pensamiento que en los hechos niega al Estado laico, decir que los colores de la bandera representan “el verde la religión; el blanco y el rojo la unión de los mexicanos”. Aparte del error de confundir el verde con el blanco, Ramírez Acuña supone que nada ha cambiado en materia de símbolos (y sus significados) desde la entrada del Ejército Trigarante bajo el mando de Iturbide. Si alguien cree que este es un debate secundario, le propongo releer el libro de Enrique Florescano La bandera mexicana, breve historia de su formación y simbolismo, editado por el Fondo de Cultura Económica en 1998, valioso ensayo rico en datos e ilustraciones como en argumentos. Allí Florescano cuenta cómo los símbolos patrios, en particular el escudo con el águila y el nopal devorando a la serpiente, al igual que la bandera tricolor –y la guadalupana– surgen y se modifican atendiendo a tres tradiciones diferentes: la indígena, la herencia religiosa hispánica, colonial, y la tradición liberal, cuyas influencias y confrontaciones marcan la historia mexicana a través de los últimos cinco siglos. El Plan de Iguala, de 1821, defendía “la conservación de la religión católica, apostólica y romana sin tolerancia de otra alguna; la independencia bajo la forma de gobierno monárquico moderado, y la unión entre americanos y europeos”, según palabras de Lucas Alamán, citado por Florescano.
Conviene no olvidar que bajo la superficie de la “guerra de los símbolos” se halla, más terrenal si cabe, la búsqueda de una identidad propia, pero sobre todo la asunción de una determinada concepción sobre el quehacer nacional, su pasado y el futuro. La renuncia a la herencia liberal más consecuente, tan cara a la derecha mexicana, conduce a rescribir la historia en beneficio de aquellos intereses que, tras sucesivos cambios de piel, hoy se presentan bajo el rostro de la modernidad truncada, fallida, es decir, como la continuidad del pensamiento de origen oligárquico, intolerante y excluyente que puede adaptarse a las contingencias del poder pero es incapaz de vislumbrar un verdadero proyecto nacional. Las pretensiones recientes de un poderoso sector de la jerarquía católica en el sentido de echar por la borda las últimas restricciones legales que les impiden ser un sujeto activo en la vida pública, incluida la participación de los sacerdotes en los procesos electorales, forma parte de ese intento de recreación de la hegemonía conservadora, una de cuyas ramas dio origen al Partido Acción Nacional, surgido como reacción a las grandes reformas sociales llevadas a cabo durante el periodo del presidente Lázaro Cárdenas.
Cierto que la nueva derecha mexicana no se atreve a decir su nombre en voz alta y prefiere definirse a sí misma como de “centro”, siguiendo la pauta del Partido Popular aznariano, cuyo combate contra el laicismo y otros temas relacionados con la educación para la democracia sólo viene a confirmar su solera reaccionaria. Aquí, pragmático, el panismo gobernante evita la identificación automática con el pensamiento derechista, e incluso observa con buenos ojos la formación de un protopartido con los restos del sinarquismo y otros grupos, pero en cuanto se rasca un poco en la superficie de los “valores” que defienden, se muestra que muy poco ha cambiado en ellos. No diré que los traiciona el subconsciente, pero hay cuestiones donde la pretendida modernidad de la derecha gobernante naufraga irremediablemente. Ahí esta el recurso de inconstitucionalidad presentado por la Procuraduría General de la República ante la Suprema Corte para frenar la ley que autoriza bajo ciertas condiciones la interrupción voluntaria del embarazo. Allí están, para quien quiera comprobarlo, las declaraciones inauditas del señor Manuel Espino en Chile pidiéndole a la democracia cristiana de ese país que rompa la concertación con la izquierda, no obstante que a ese país se le tenga por modelo a seguir entre los derechistas menos radicales. La última perla del secretario de Gobernación confirma esa irresistible tendencia a mostrarse como en realidad son. Los otros “errores”: la censura a la intervención de la presidenta del Congreso, o la súbita defensa de los consejeros del IFE ante el “capricho” de los legisladores, dan cuenta de la otra carta de la nueva derecha: la intolerancia y el autoritarismo en la toma de decisiones.
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