José Agustín Ortiz Pinchetti
Mientras Andrés Manuel López Obrador recorría la serranía poblana, volé a Villahermosa al informe del senador Arturo Núñez. Un ex priísta de espléndida carrera, famoso por su discreción, eficacia y brillantez profesional (y su sentido del humor, infrecuente en los políticos mexicanos), informó de sus tareas parlamentarias con modestia: no habló de su papel decisivo en la reforma electoral. También participó de su incorporación al PRD.
Mientras que Núñez daba su reporte frente a una multitud de chocos que vitoreaba a Andrés Manuel y lo aplaudía a él, AMLO era recibido por más de dos mil campesinos indígenas en el remoto pueblo de Tlatlauquitepec. Muchos tuvieron que caminar dos o tres horas para llegar al mitin.
Núñez presentó un diagnóstico sombrío de su estado. Yo conocí muy jovencito Tabasco, en la época en que se vivía la gestión de don Carlos Madrazo, quien transformó la entidad en seis años. Hoy el edén está dilapidado. A pesar de sus enormes recursos naturales, su posición estratégica y la riqueza petrolera, 60 por ciento de los tabasqueños padecen pobreza, y un tercio miseria. Hay deterioro educativo, alimentario y de salud. En contraste, la burocracia tabasqueña ha recibido en los 12 años recientes 189 mil millones de pesos y tiene el primer lugar en las participaciones federales. Una plutocracia rapaz que ha despilfarrado esos recursos.
El Tabasco decadente es reflejo de la decadencia del país. No hay una sola vertiente en nuestra vida colectiva que esté en buen orden. De ninguna puede esperarse en el futuro próximo una clara recuperación. Incluso hay quienes dudan de la viabilidad del Estado nacional. El estancamiento económico, la desigualdad y la pobreza se han acentuado. El desempleo, la corrupción y la impunidad, la emigración masiva, la falta de oportunidades son tan grandes como en Tabasco. En la esfera de la vida pública, la corrupción y la impunidad han llegado a extremos inauditos que son la otra cara de la moneda del estancamiento y de la decadencia económica. Las instituciones están distorsionadas por la descomposición de la clase política. Las elecciones no son confiables, la lucha por el poder está manchada por trampas y abusos. Los líderes han perdido sus referentes ideológicos. Se extiende el cinismo, no sólo entre los políticos, sino en una buena parte de las elites. La de los intelectuales no en menor medida.
Cualquier observador objetivo verá que este hundimiento progresivo requeriría de una inmensa energía colectiva para lograr un renacimiento. Ante este derrumbe, gran parte de la población, millones, dormitan. Un lector me pregunta “¿cuál es el destino de nosotros, los que no hemos despertado y que quizá nunca lo hagamos? ¿Nos van a despertar a fuerza?” ¡No se preocupe! Las circunstancias los harán despertar.
Ortega y Gasset decía: yo soy yo y mi circunstancia. Si nuestra circunstancia se corrompe, nosotros nos corromperemos con ella. Si vivimos en una sociedad decadente, nosotros nos vamos volviendo progresivamente decadentes. La única forma de no infectarnos es nadando contra la corriente, participando, comprometiéndonos con el cambio: eso es el despertar.
Para José (Pepe) Rosovsky el despertar “es una verdadera iluminación colectiva, independiente de la evolución de las conciencias privadas… “Aun los nobles de conciencia, los justos (como dice la Biblia) no pueden estar despiertos el 100% de su tiempo, sino que deben de apoyarse mutuamente para mantenerse despiertos una y otra vez… debemos velar para que despertemos todos”.
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