Gustavo Duch Guillot*
Cuando empezaba a bajar el calor, un grupo de mujeres se fue acercando a la casa de doña Tila, donde a la sombra de una enramada de caña, esa tarde comenzaba un taller de capacitación para mujeres campesinas sobre el cuidado de animales de traspatio. Cris, quien llevaba tiempo viviendo en República Dominicana, sabía que hay que partir de la experiencia y visión de la propia gente del campo, así que para dar inicio a la clase tomó un rotafolio y empezó a dibujar una casa y a su alrededor algunos chanchos, unas gallinas y dos vaquitas.
Con las preguntas de Cris y enfocadas en el dibujo, las mujeres fueron explicando cómo criaban sus animales, qué enfermedades eran comunes y cómo las curaban, qué razas eran mejores, el trabajo que requerían y los beneficios de cada crianza. Todo lo que decían se apuntaba en color azul y así el dibujo se iba enriqueciendo con otras cosas que salían de la charla: un abrevadero para las vacas, el camioncito que entraba en la comunidad a buscar la leche, la planta de la que se saca el aceite que cura el mal de tripas...
Al empezar estos cursos, las mujeres siempre decían que no sabían nada, que eran campesinas brutas, que sólo Cris, que era veterinaria, sabía de verdad. Pero lo cierto es que la pizarra se iba llenando de azul con los aportes de ellas. Al final, era muy poco lo que la universitaria podía añadir y siempre lo escribía en negro para resaltar ante las campesinas todo lo que sabían y todo lo que la propia Cris aprendió de ellas. Todo era cuestión de puntos de vista y las mujeres nunca apreciaban bastante su experiencia práctica, pero idealizaban la teoría de las aulas. A veces las anécdotas que salían en las clases se extendían. Esa tarde Mirita estaba explicando con detalle cómo le hizo el parto a una cerda que no pujaba. Cris ya había dibujado la cerda de parto y a la mujer ayudándola, así que siguió adornando el dibujo: unos pastos a la derecha de la casa con algunas matas de mango y chinolas, la línea del horizonte a la altura de la casa y por encima un sol caribeño de domingo, nubes y algunos pájaros dispersos.
Atenta al dibujo, doña Belicia levantó la mano para pedir la palabra y señalando la línea del horizonte del dibujo aclaró: “mire, mujer, si no nos baja la cuerda ninguna de nosotras podrá tender ahí la ropa. Yo digo que esa cuerda no va ahí”.
Y así, sin escuchar a los propios implicados, el número de personas que pasan hambre sigue aumentando desde 1996. Existen 854 millones de doñas Belicias que están levantando la mano, que tienen enfoques diferentes, fuera del economicista neoliberal que nos envuelve y que no nos deja ver, para un combate que les pertenece.
Hoy 16 de octubre, Día Mundial de la Alimentación, la mano de estas personas se levanta para reclamar de nuevo que la alimentación sea abordada como corresponde: un derecho humano, y así lo vienen expresando desde hace años en boca de la Via Campesina o recientemente en el Encuentro Indígena Mundial:
“Sustituir los actuales modelos de desarrollo basados en el capitalismo, en la mercancía, en la explotación irracional de la humanidad y los recursos naturales, en el derroche de energía y en el consumismo, por modelos que coloquen a la vida, a la complementariedad, a la reciprocidad, al respeto de la diversidad cultural y el uso sustentable de los recursos naturales como las principales prioridades. Aplicar políticas nacionales sobre soberanía alimentaria como base principal de la soberanía nacional, en la cual la comunidad garantiza tanto el respeto a su propia cultura como espacios y modos propios de producción, distribución y consumo en equilibrio con la naturaleza de alimentos sanos y limpios de contaminación para toda la población, eliminando el hambre, porque la alimentación es un derecho para la vida”.
Concretando, esa cuerda no va ahí.
* Director de Veterinarios Sin Fronteras
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