Editorial
La tensión entre Colombia, Ecuador y Venezuela ha vuelto a recrudecerse luego de que el gobierno de Álvaro Uribe reconoció que una de las personas asesinadas por el ejército colombiano en territorio ecuatoriano el pasado primero de marzo no era –como dijo inicialmente– el dirigente guerrillero Guillermo Enrique Torres Cueter, Julián Conrado, sino, al parecer, Franklin Aisalia Molina, ciudadano del país agredido. Ante la advertencia del presidente Rafael Correa de que de confirmarse el dato se ahondaría la crisis diplomática entre ambas naciones, el ministro de Defensa colombiano, Juan Manuel Santos, afirmó que no había razón para ello porque “cualquier persona que esté en un campamento de terroristas, corre un riesgo muy, muy alto porque es un objetivo militar legítimo”.
Con semejantes declaraciones, las autoridades colombianas echaron por tierra buena parte de lo ganado en los esfuerzos diplomáticos desplegados para controlar la confrontación tras la incursión del primero de marzo. El mandatario venezolano, Hugo Chávez, rechazó las expresiones de Santos y alertó sobre la grave amenaza que entrañan para la región: si el gobierno de Uribe incluye entre sus “objetivos legítimos” cualquier cosa que considere “campamento terrorista”, incluso en territorio de otras naciones, entonces todas las que comparten frontera con Colombia –la propia Venezuela, Ecuador, Perú, Brasil y Panamá– están en peligro potencial de sufrir agresiones como la perpetrada a principios de este mes en la región ecuatoriana de Sucumbios. Más aún: los países que se encuentren dentro del radio de alcance de la fuerza aérea colombiana deben sentirse amenazados por lo que constituye, de hecho, una declaración de extraterritorialidad militar por parte de la Casa de Nariño.
La posición tiene referentes inocultables en la doctrina de guerra preventiva acuñada por el gobierno de George W. Bush para invadir Afganistán e Irak y mantener una hostilidad permanente contra Irán, Siria y la propia Venezuela, a la que el Departamento de Estado podría incluir en su lista de naciones “terroristas” con base en las falsificaciones propaladas por Bogotá tras el ataque al campamento de las FARC en territorio ecuatoriano.
A casi un mes de distancia, parece claro que uno de los objetivos de la agresión referida, además de asesinar al dirigente guerrillero Raúl Reyes y de sabotear la liberación de Ingrid Betancourt, secuestrada desde hace años por la guerrilla, consistía precisamente en introducir en el ámbito sudamericano la doctrina del ataque militar extraterritorial como método “legítimo” y de obligar a la región a aceptar la lógica de la “guerra contra el terrorismo”, para la cual no existen la soberanía y la integridad territorial de terceros países, la legalidad internacional, los derechos humanos ni el apego a la verdad. Sobre este último punto, las acusaciones falaces urdidas por la Casa de Nariño contra los gobiernos de Ecuador y Venezuela, supuestamente con base en la información contenida en una computadora propiedad del comandante guerrillero fallecido, recuerdan las “armas de destrucción masiva” inventadas por Washington, Londres y Madrid para justificar el arrasamiento de Irak.
El empeño del gobierno colombiano en llevar a Latinoamérica a semejantes dinámicas debe ser aislado y rechazado mediante una acción diplomática firme del resto de los estados de la región, que deben salir en defensa de los principios básicos de la legalidad internacional. De otra manera, Uribe terminará por extender la guerra que padece su país a las naciones vecinas.
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