Silvia Ribeiro*
En los meses recientes, a la gran cantidad de voces de la sociedad civil que alertan sobre los impactos sociales, económicos y ambientales de la nueva ola de agrocombustibles, se han unido los informes críticos de instituciones internacionales que han sido cruciales para el desarrollo del neoliberalismo, como el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional.
Una de las explicaciones de la súbita “toma de conciencia” de ese tipo de instituciones es que, cobijados en esas críticas, promueven como una de las soluciones nuevas tecnologías de alto riesgo para el ambiente y la sociedad, pero con grandes ganancias para quienes las controlan. No existe cuestionamiento de parte de esas instituciones a los problemas de fondo, como la matriz de producción energética y la enorme desigualdad del consumo y de impactos. En cambio, intentan hacernos creer que la “solución” será tecnológica, por ejemplo, mediante una “segunda generación” de agrocombustibles. Para ello, promueven y justifican (sin ninguna prueba real de su utilidad y sin mención a sus impactos) cultivos y árboles transgénicos, junto con el desarrollo de tecnologías aún peores, como la biología sintética o “ingeniería genética extrema”, como la hemos llamado en el Grupo ETC.
La biología sintética, que es la creación sintética de ADN, se propone construir microrganismos vivos artificiales, o alterar sus metabolismos naturales con secuencias artificiales de ADN para que puedan procesar celulosa más eficientemente o producir nuevos combustibles. Con la excusa de salvar al planeta del calentamiento global y con la motivación real de aprovechar los desastres globales para obtener más ganancias, no tienen ningún prurito en intentar crear seres vivos nunca antes vistos, con impactos impredecibles. Un ejemplo de este tipo es el contrato anunciado el pasado 22 de abril entre la empresa Amyris Biotechnologies y el grupo brasileño de azúcar y etanol Crystalsev, que se propone procesar caña de azúcar con microrganismos alterados para producir biodiesel.
Otro ejemplo, más directamente relacionado a México, es la empresa Synthetic Genomics, creada por el controvertido genetista Craig Venter en 2005, con capital del regiomontano Alfonso Romo, y la participación de otro mexicano, el biotecnólogo Juan Enríquez Cabot. En junio 2007 se alió con la petrolera BP para el desarrollo de biología sintética y vida artificial aplicada a biocombustibles.
El aporte más significativo de México al lucro privado de Venter lo hizo la investigadora del Instituto de Ecología de la UNAM, Valeria Souza. En efecto, el acervo de recursos microbianos al que tiene acceso la empresa de Venter para sus experiencias de biología sintética y el lucro millonario que anuncian, proviene de la travesía global que hizo Venter en su barco-laboratorio Sorcerer II, recorriendo los mares megadiversos del planeta tomando muestras de la vida microbiana. Venter afirmaba que su expedición era “sin fines de lucro”. Desconfiados (con razón) las autoridades de otros países que recorrió, incluyendo Ecuador, Polinesia y Australia, le exigieron que firmara extensos contratos para prevenir la privatización y el uso comercial de los recursos obtenidos.
No han sido muy efectivos para impedir los objetivos comerciales de Venter, pero en México ni siquiera tuvo que tomarse ese trabajo. Le bastó con establecer “colaboración” con Souza –ni siquiera con la institución que la aloja– que al parecer, a cambio de tener su nombre en algunas publicaciones, le brindó su permiso de colecta científica para que se llevara muestras de la vida microbiana única en Yucatán, sin más trámite ni control mas que una “declaración de entendimiento” por parte de la institución de Venter, ahora extinta.
Valeria Souza ya tenía un antecedente similar, cuando facilitó para la NASA estadunidense los estudios y extracción de recursos de la vida microbiana única de Cuatro Ciénegas, en Cohauila. Paradójicamente, la NASA buscaba, entre otras cosas, microrganismos extremófilos, igual que la empresa Diversa Corporation. Diversa sí firmó un contrato oficial con la UNAM –para extraer mucho menos de lo que Souza le permitió llevarse a Venter–, pero éste fue cancelado porque la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente dictaminó que la UNAM no podía decidir sobre los recursos genéticos de la federación.
En el caso Souza-Venter, mucho más oscuro y amplio tanto en los recursos extraídos como en la forma de proceder y las vastas repercusiones que puede tener su utilización futura, ni la UNAM ni las autoridades han tomado ninguna medida al respecto. No es tarde para ello.
*Investigadora del Grupo ETC
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