Luis Linares Zapata
De manera constante, pausada a veces, otras con dolor colectivo y hasta con serias contradicciones, la realidad trastoca el modelo productivo impuesto al país durante el último cuarto de siglo. A pesar de las múltiples señales de alarma que tanto en lo petrolero y en el campo nacional se escuchan por todo el sistema de producción y convivencia respectiva, la cúpula decisoria de México, el oficialismo más atrincherado, insiste en perseverar en la continuidad el modelo en boga. Poco se inmutaron ante el reciente disparo en los precios de la tortilla, debido al súbito, aunque anunciado, incremento en los precios internacionales del maíz y la especulación interna sin controles adecuados. Tampoco parecen conmovidos por la que ya se llama crisis generalizada de los granos: arroz, trigo, soya, maíz y sus muchos derivados en cárnicos, huevo, leche y demás. Pero lo que llega a un punto por demás dramático lo constituye el apego de ese irreductible oficialismo a plantear la ansiada apertura de la industria energética. Una falsa puerta para intentar dar salida a la grave situación en que se ha situado a Pemex después de años de abandono en sus responsabilidades vitales.
Ante tan asfixiante problemática actual, sólo negada por los interesados en sus propios negocios y complicidades, la solución planteada es abrir la economía a más importaciones y atraer al capital trasnacional para que se hagan cargo de los problemas. El resultado está ante la vista de cualquiera que lo quiera ver. México se ha ido convirtiendo en una enorme maquinaria para adquirir fuera cuanto producto o servicio uno imagine. También para esperar desde sus cúpulas, plagadas de infantilismo, las bondades inacabables del capital privado del exterior. Las consecuencias han sido trágicas para la historia repetida del país.
En el campo se desmantelaron todas las redes protectoras que sostenían la producción de los alimentos básicos (Conasupo y otras), en especial aquel tejido que lo resguardaba contra las extendidas prácticas depredadoras de las economías avanzadas. Desaparecieron los almacenes, se fueron extinguiendo los centros de investigación y se trasladó tan vital actividad a otros lugares y naciones. El crédito asequible se redujo al mínimo y aumentaron las tasas al liquidarse los bancos estatales. Los paquetes tecnológicos, de semillas, equipos y de comercialización se dejaron, como las demás, en las avarientas manos de las trasnacionales de la alimentación (Monsanto, Cargill o Archer Daniels)
Siendo la agricultura mundial una actividad que no obedece los estándares ideales del mercado, se dejó a los productores al garete. Aquellos que no sobrevivieron a la ficticia competencia emigraron para hacer más eficiente la producción estadunidense. Poblaron los barrios marginales de las urbes, engrosaron el empleo informal o se alquilaron de albañiles en una industria que los usa y abusa hasta con desprecio. Los paradigmas neoliberales de permitir que el mercado movilice y asigne los recursos disponibles es un espejismo en la agricultura (como casi en todo) donde campean las prácticas monopólicas o de cárteles. Se predicó, con vehemencia casi suicida, que todo lo que en otras partes se produjera a costos más bajos se tendría que dejar de hacerlo en el país. Era conveniente –se dijo y se sostiene– traer de fuera lo más barato, o de mejor calidad, antes que subsidiar al ineficiente. Por este rumbo se ha ido colocando fuera la parte sustantiva del estómago y el gusto de los mexicanos. Se pensó que la época de los precios bajos de los granos y alimentos básicos duraría para siempre. La realidad es muy diferente y dramática. La carestía y la controlada oferta alimentaria llegaron y se instalarán por muchos años en el futuro entre nosotros. Y a la agricultura nacional la encontró desarticulada, sin instrumentos y en decadencia, al menos en esas abigarradas regiones de subsistencia o autoconsumo. Así, el déficit en la balanza comercial externa vuelve a ser monumental e insostenible. A pesar de recibir cuantiosas transferencias de los residentes mexicanos en el extranjero, a los remanentes del turismo o los ingresos de divisas por las ventas de crudos (decenas de miles de millones de dólares) la cuenta corriente será una limitante indudable al crecimiento.
Similares circunstancias se observan en la industria petrolera a causa de dar ventajas interesadas o tramposas a los agentes externos. Lo trascendente es reconocer que, desde hace años, se ha perdido la capacidad de satisfacer la demanda interna de petrolíferos. Un caro precio a la irresponsable gestión de Pemex enseñoreada en los últimos 20 años: 12 del priísmo tardío y el resto del inicuo panismo que se ha sufrido. El impulso a la ingeniería propia se agotó antes de consolidarse, no sin arrojar notables resultados (seis grandes refinerías). Se privilegió, de indirectas maneras, a los centros de investigación de fuera a costa del Instituto del Petróleo, las universidades o grupos de ingeniería locales. Poca exploración hace ya Pemex en estos días de manera directa, todo se contrata y subcontrata con empresas externas. Las importaciones masivas de partes, máquinas, procesos, insumos, equipos y hasta operarios se ha instalado como normal práctica cotidiana.
Es, no cabe duda, hasta peligroso para la soberanía energética pensar que se puede continuar con una plataforma de exportación del actual volumen (1.5 mmdbd) a costa de subsidiar a los que no cumplen con sus obligaciones fiscales. Actores, empresas, grupos y personas específicas, que se han enseñoreado de los bienes y recursos nacionales para su propio provecho y poder. Ésta, la debilidad fiscal, es el verdadero, el primigenio núcleo de los problemas, de las deformaciones que padece la industria petrolera. Sin enfrentarla de manera directa no se podrá impulsar una reforma que sea autosostenible, independiente y pilar del desarrollo de la nación.
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