Abrí los ojos a una oscura madrugada. La voz mitigada de mi padre nos conminaba a mi hermano Arturo y a mí a levantarnos. Lo hicimos rápido. Al tacto y en total negrura con el entusiasmo de una aventura compartida con nuestro jefe calzamos en el cuerpo los elementos mínimos de nuestra niñez. El chofer había llegado, nos apresuramos a encontrarlo de la recias manos de papá, y en esa amarilla camioneta con el distintivo de la Secretaría de Obras Públicas (SOP) en cada portezuela partimos alejándonos de una ciudad dormida.
La meta era Puerto Ángel a 250 kilómetros al sur en una brecha trazada a base de rudos vehículos cruzando la Sierra Madre Occidental que a poco estaba de entroncar con la Oriental y originar el Nudo Mixteco. Era un macizo de montañas coronado con coníferas y atrapado en neblinas caprichosas y constantes.
Antes tuvimos que cruzar Miahuatlán de Porfirio Díaz y mi padre, como siempre, más que chistes desgranaba anécdotas curiosas que impulsaban al asombro y a la risa. Oír sobre Miahuatlán no fue gracioso. La carretera estaba planeada para atravesar el enorme valle y cruzar por el poblado mismo. Varios de sus ingenieros habían perdido la vida bajo los machetazos de caciques ignorantes que temían perder su poder, pero realmente, simplemente temían a la carretera y lo que ella conllevara. Los entierros eran ornamentados con las plañideras, mujeres que por un real lloraban en unísono al difunto. Iniciaba después el difícil ascenso a lo abrupto de la sierra. Una vez arriba, nos cruzamos, con un enorme venado del tamaño de un caballo de gran alzada que corría hacía nosotros paralelo a la brecha. Tan pronto nos vio, nada caballo, se internó en el bosque de oyameles. Las horas transcurrieron en un entorno de miles y miles de sinuosas curvas que en sus voladeros albergaban cadáveres vehiculares.
Nos detuvimos a comer en una cabaña solitaria perdida entre la bruma y los pinos. Sus habitantes no hablaban castellano pero nos festinaron con un caldo de pollo que nadie comió, excepto yo; así de salado estaba. A nueve horas de iniciada la aventura llegamos al mar de Puerto Ángel. Nueve horas para 250 kilómetros para un avance de 28 kilómetros por hora. Mis riñones no lo resintieron ¿cómo se habrán sentido mi padre y el chofer? Atendieron sus asuntos y Arturo y yo enfrentamos por vez primera la enormidad del océano y su curiosa y poco agradable salinidad, el intenso calor y la fina arena que encontraba albergue en curiosísimos sitios corporales, el melifluo y rítmico vaivén de las olas, las jaibas eran manos de pianistas en sus movimientos. Nos duchamos con una agradable manguera de agua dulce y fría y al cabo de dos horas enfilamos de regreso. Pasamos la noche en el campamento de la SOP en Chacalapa al norte de Pochutla, un pueblo que debiera ser muy próspero por la cantidad de café que ahí produce y exporta directo a Alemania y que sin embargo era miserablemente pobre, típico del México sin conciencia cívica. Dormimos en sendos catres y con vigía que, resortera en mano, dio cuenta de dos ratas a lo largo de esa noche para impedir que se subieran a los catres. Vimos sus cuerpecitos muertos esa mañana antes de continuar nuestra ruta y completar el periplo de regreso a Oaxaca.
Esta era la vida de mi padre. Desde sus 28 años inició una carrera con la entonces Dirección Nacional de Caminos (DNC) que lo llevó a terminar la federal México-Monterrey y la México-Acapulco en 1947. -“Acapulco era un pequeño villorrio de pescadores en un paraíso tropical, nada más” nos platicaba. Pero fue al emprender la carretera panamericana que terminaría al inicio de los 50’s que al pasar por Oaxaca, conoció a la virgen celestial que le ha de haber parecido mi madre; la casa de sus suegros estaba frente a sus oficinas. Lo demás fue historia.
Don Salvador trabajó por casi 40 años haciendo carreteras, puentes, presas, obra civil como también se le conoce. Era un empleado más del gobierno federal pero de los que ponían el amor, la honestidad y las vísceras en su cometido. Perteneció a Veteranos de Caminos, A.C. de la DNC y de los miles de socios era el 17.
Hoy contemplo la rapacidad inaudita, principalmente del gobierno federal. La cantidades enormes de dinero que desaparecen del erario público, las muchas demandas contra el mal gobierno congeladas en la PGR cuyos jefes, nombrados por el mismo gobierno, hacen todo por protegerlo y nada por proteger lo que es de la nación, lo que es de la ciudadanía. El reparto del botín alentado y cobijado por algunos, partidarios y no, en las legislaturas. $54 mil millones de dólares de excedentes del petróleo, suficientes para construir 10 refinerías, se perderán en la vorágine de la corrupción. Y el contraste de la pobreza que poco a poco, como un cáncer, se apodera más y más del cuerpo de la nación.
No ser luchador social en este medio es no ser ciudadano. Los griegos designaron con un nombre a quienes no les interesaban los asuntos de estado, a los más fáciles de dominar y engañar y este término perdura hasta nuestros días; idiota.
Arq.Eduardo Bistráin
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