Adolfo Sánchez Rebolledo
Hoy se llevará a cabo la gran reunión convocada para encarar la crisis de seguridad que amenaza grave y profundamente a la sociedad mexicana. Y aunque nadie se hace demasiadas ilusiones en cuanto a las soluciones, sobre todo si se buscan resultados instantáneos, lo cierto es que ésta puede ser una de las últimas oportunidades para rencauzar la acción pública, para despertar del largo letargo de autosuficiencia en que las autoridades se han envuelto durante los últimos años. Si el tema de fondo es la impunidad, y éste es inconcebible sin la corrupción pública y privada, es evidente que el tema no se resuelve con simples medidas administrativas o aplicando mayores castigos a los delincuentes mientras, al mismo tiempo, siguen intocados los grandes usufructuarios de las prácticas criminales.
La tolerancia ante el saqueo sexenal de la riqueza patrimonial de la nación hizo posible el nacimiento de grandes fortunas personales y gracias al tráfico de influencias se aceitaron las carreras de honrados caballeros de la industria, poderosos contratistas que luego exigieron moralidad, justicia, al Estado que los había prohijado. La delincuencia no es un ejército invasor, ajeno por completo a la sociedad en la que actúa: está vinculada a ella por uno y mil vasos comunicantes, la arremete y se sirve de ella. Por eso el “combate” contra el delito no es nunca pura y exclusivamente represión ni penas más severas. En nuestro caso, sin duda, hay un déficit tanto en el ejercicio preventivo como en la aplicación de la justicia, pero es igualmente claro que esa situación no lo explica todo.
Es indiscutible que la sociedad ya está cansada de promesas y discursos vacíos. Exige responsabilidad, ideas, acciones. El delincuente carece de todo código moral que no sea la inmediata satisfacción de sus ambiciones. Ante el secuestro, la sociedad comparte un sentimiento de repulsa, pero está paralizada o confundida. Paralizada porque no sabe qué hacer ante el desafío de una amenaza cotidiana, invisible, intolerable. Protesta y al fin y al cabo reclama el derecho a fiscalizar a la autoridad. Sabe que no es menor de edad y desea pronunciarse sobre las estrategias que el Estado mantiene en distante secreto. Ya no es posible creer que la corrupción y la impunidad son temas de barandilla o de patrulleros deshonestos, que también los hay. Lo que está en juego es reformar las instituciones para que éstas sirvan a los ciudadanos y no al revés, como siempre ocurrió. Ya no basta denunciar al jefe policiaco corrupto, una vez asesinado el secuestrado: urge revisar el largo capítulo de la corrupción para saber cómo, dónde y cuándo se gesta el fenómeno que llamamos impunidad, el cual se vive como fuente matriz del atropello de los derechos humanos.
Parece extraño pensar en otros delitos cuando estamos ante las más brutales e indignas expresiones del secuestro, pero la lucha contra la impunidad requiere tener el obturador abierto. Por ejemplo, el ex secretario de Seguridad, y campeón de las autocríticas, Gertz Manero, recordaba hasta qué punto los intereses creados obstruyen los más mínimos avances en la aplicación de justicia, y cita, a título de ejemplo, algunas experiencias de su tiempo, suyas, como “el robo multimillonario que había disfrutado por décadas a través de la policía auxiliar”. O cuando “nos enfrentamos con los poderosísimos transportistas, gasolineros y coyotes que en menos de seis meses perdieron más de 15 mil millones de pesos de su botín, que Pemex logró facturar, y que ellos se estaban robando, y que ahora han vuelto a recuperar”. Tampoco el gobernador de Sonora se calló al denunciar los contubernios que la impunidad fomenta, y sin más soltó: “Hombres de negocios y funcionarios de gobierno, en todos los niveles, incluido el federal, que son altos funcionarios, participan en el lavado de dinero junto con la delincuencia organizada en México”, reseñó El Universal.
Nada nuevo, es cierto, pero de esa vertiente de la corrupción y la impunidad apenas si se habla cuando nos referimos a la inseguridad, como si las cosas pudieran ser diferentes cuando la legalidad que tanto se promete respetar es letra muerta tratándose de los buenos negocios que son la vida del sistema. Así que, aunque el fraseo disguste a muchos, en verdad que bajo el clima insostenible en que se da la convivencia social tenemos un orden descompuesto, cuyos agujeros se tapan con saliva en la medida que se gobierna por encuestas, sin plan, sin concierto, sin idea de futuro. Y, en el fondo, persiste la asociación mafiosa de los grandes intereses, esa figura que la democracia no cancela por simple decreto.
La reunión que hoy se inicia no podrá arribar a conclusiones positivas si no se realiza un esfuerzo deliberado por ubicar el tema de la inseguridad en el contexto de los grandes cambios que el país necesita: necesitamos más y mejores leyes, sin duda. Cuerpos especializados a la altura de los peligros, pero sobre todo hace falta modestia para advertir que la crisis institucional es real y que no saldremos de ella aplicando parches, mediáticos o no. De otro modo, la impunidad mantendrá, como dicen, sus incentivos. Esperemos que los representantes del Estado se tomen en serio su papel y dejen de improvisar en materias vitales.
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