Adolfo Sánchez Rebolledo
La fragmentación de la sociedad mexicana, cruzada de desigualdad y clasismo, se muestra cada vez más como imposibilidad de pensar y actuar en términos de nación. La idea de que existen unos intereses generales, comunes, se ha erosionado por más que, periódicamente y a la menor provocación, el Presidente pida la “unidad de todos los mexicanos” para evitar que el país se desmorone entre los dedos de las manos. Pero la retórica de las emergencias no altera el curso de la realidad polarizante y depredadora, la existencia de los “muchos Méxicos” superpuestos, estancos y jerarquizados, cuya presencia es demasiado brutal para obviarla. Por eso, ya no se sabe si reír o llorar, cuando ante la extensión de la inseguridad, el secretario de Gobernación pronuncia, por ejemplo, frases sonoras, pero huecas como ésta: “No daremos ni un paso atrás en la lucha frontal contra el crimen organizado hasta recuperar la paz y tranquilidad que cada familia reclama y merece”.
¿A qué México le hablará el presidente de la Suprema Corte cuando dice que hay que privilegiar “la prevención” sobre la persecución de los delincuentes, como si las cifras no probaran el fracaso total de las inexistentes políticas preventivas? ¿Acaso ignoran –el Presidente, el secretario de Gobernación y el ministro que los ciudadanos desconfían de los políticos, aborrecen a los policias y que solamente algunos excéntricos creen en las virtudes del sistema de justicia? Aquí, como en tantos otros asuntos nacionales, la improvisación manda y todos se quieren lavar las manos cargando las responsabilidades en un adversario ad hoc, politizando (en el peor sentido del término) una situación que ya tiene visos de crisis irrefrenable.
El gobierno federal prefiere seguir la ruta que alguien ha descrito con acierto del “populismo penal” y en vez de ofrecer a la desamparada ciudadanía una visión de conjunto sobre la estrategia del Estado para enfrentar al crimen organizado, con sus secuelas en el tejido social y en la convivencia cotidiana, se monta sobre la indignación de amplios sectores para pasar reformas que en nada resuelven los problemas de hoy. Pide “pactos”, pero no acepta lo más obvio y elemental: que la delincuencia crece en la medida que abre un cauce, terrible y destructivo, para las esperanzas fallidas de amplias capas de la población. Que la inseguridad tiene múltiples factores nacionales e internacionales, pero que hay un componente propio e intransferible: la impunidad, conectada por infinidad de vasos comunicantes a otras esferas de la vida pública, a la cultura cívica o a la ética social imperante.
Depuraciones van y vienen. Generaciones de ministerios públicos y jueces mejor preparados sustituyen a los que ya no podían cambiar: los cuerpos de seguridad reciben capacitación de primer nivel y la internacionalización del delito asegura asesorías de grandes expertos.
Hay, dicen, mejores leyes. Y, sin embargo, seguimos hablando de impunidad, lo cual nos indica a las claras que algo mucho más profundo está podrido en Dinamarca. Al gobierno le disgusta que se hable de la crisis de las instituciones, pero es obvio que en esta materia existe y es muy profunda, tanto, que no se vislumbran soluciones si éstas no se proponen en el marco más general de una reforma amplia del Estado, capaz de ajustar el funcionamiento institucional a los cambios de fondo que ya han ocurrido en la sociedad mexicana. (Además de otras reformas, claro)
El tema de la impunidad no puede asumirse pensando que el problema se resuelve sólo aumentando la dureza de las normas contra los servidores públicos que cometen ilícitos. Una legislación adecuada siempre es conveniente, sin duda, pero la cuestión es inseparable de un asunto de mayor envergadura: la fiscalización del Estado por parte de la sociedad, incluyendo a los cuerpos de seguridad. Mientras el poder –con todo y los institutos de la transparencia— actúe como un coto cerrado sin vigilancia efectiva, la corrupción, mal de fondo de la sociedad mexicana, seguirá causando estragos, más cuando la delincuencia acopia recursos tales que le permiten actuar como un estado dentro del Estado. Pero ese enfoque requiere de otra “visión del mundo”, por así decir.
Veamos el terrible caso de la mal llamada “industria del secuestro”, práctica aborrecible cuya extensión alcanza cotas sorprendentes entre las prácticas criminales más comunes. Es una tragedia solitaria, casi secreta, circunscrita a las ya demasiado numerosas víctimas y sus familias, que vivirán aterradas la experiencia, pues la huella del miedo, casi un estigma, jamás desaparecerá de sus vidas. Y ante la maldad pura se exige castigo, reciprocidad, intolerancia hacia los secuestradores. Pero a las reacciones explicables, en estas oleadas de legítima indignación civil (bien arropadas por el rumor mediático), suelen colarse algunas ideas fijas que no son en absoluto razonables, como la solicitud de instalar la pena de muerte, pieza central del discurso del Orden, a la que sigue la proposición de un estado policial, ajeno al respeto a los derechos humanos. Se quieren convertir así las emociones en ideología inadmisible o en superioridad moral.
Pero hete aquí que la autoridad, que es el blanco de todas las desconfianzas, acepta el desafío y se lanza a encabezar la propuesta de endurecer las penas en un afán descuidado de mimetizarse con la marea blanca que de nuevo volverá a las calles. Ojalá y cuando se manifieste, la justificada protesta sea la expresión de la “sociedad civil” contra la impunidad y no, como el oportunismo aconseja, la movilización ciudadana que una autoridad aprovecha para combatir a otra.
Un buen deseo: que la gran marcha sirva para reforzar los vínculos solidarios hoy por hoy doblegados bajo el peso del individualismo que nuestra penosa huida hacia la modernidad trajo consigo. Otra cosa sería un fracaso.
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