FERIA PUBLICITARIA
Sin condiciones para apelar a la unidad, pues en 2006 dividió a la sociedad mediante una campaña del odio, Calderón recurre ahora a la explotación de la publicidad institucional; su propósito es invertir grandes sumas de dinero para beneficiar sobre todo a los medios electrónicos.
De esa manera, dice el asesor en comunicación política del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) Xosé Rúas Araujo, la rendición de cuentas, propia de una sociedad democrática, se ha convertido en una feria de propaganda ante la condescendencia del Congreso.
De paso en nuestro país, donde visitó Monterrey y la Ciudad de México como parte de una investigación financiada por la Universidad de Vigo, Galicia, sobre las campañas electorales y la comunicación política en México, Rúas Araujo comenta que en 2006 Antonio Solá vendió una campaña de odio en Guatemala, España y México.
Solá fue asesor de cabecera de Calderón durante el proceso electoral de ese año y, según el investigador, su campaña sólo tuvo éxito en nuestro país; incluso se mantiene vigente porque la oposición de Andrés Manuel López Obrador se quedó entrampada en el juego sucio de la campaña electoral del PAN, su candidato y la cúpula empresarial.
La nueva autoridad
Testigo de la intensa campaña propagandística de Calderón en radio y televisión, Rúas Araujo sostiene que cuando hay un abuso de la publicidad institucional se pasa del propósito de servicio al de imagen y autopromoción "para mayor gloria del gobierno en turno".
El especialista, quien cursó un doctorado en comunicación en la Universidad Complutense de Madrid y se tituló con la tesis El discurso político de Manuel Fraga, sostiene que ese abuso pervierte el sentido de la publicidad pública, donde el depositario es el ciudadano, no las instituciones: "No debe ser el emisor lo que importe, sino el receptor. En esa perversión, lo que importa es el gobernante, no el ciudadano".
-El gobierno de Calderón está embarcado en una intensa campaña a favor de su propuesta de reforma de Pemex, en la que personas ordinarias dicen que se debe aprobar la reforma del presidente. ¿Qué significa ese recurso en la comunicación política? -pregunta Proceso a Rúas Araujo.
-Significa que gobernamos con el pueblo, pero sin el pueblo. Utilizamos al pueblo. Es uno de los grandes males en que se puede caer: buscar un amparo publicitario en el ciudadano que en realidad no existe. Yo puedo escoger tres o cuatro ciudadanos que me digan lo que yo quiero escuchar. Luego, hacer de eso una norma y decir que eso es la opinión de todo el pueblo; ese es uno de los recursos más viejos de la propaganda.
Añade: "El fin básico de la publicidad es persuadir; el paso siguiente, convencer. Siempre bajo el pretexto de que es por el bien de los ciudadanos, cuando a lo mejor se esconden determinados intereses".
-¿Qué efectos tiene esto para la vida democrática?
-Es como el Big Brother, que constantemente nos dice lo que debemos pensar de cada asunto. Llevado al extremo, es eliminar la crítica y es el camino del pensamiento único. Nosotros pensamos por ti. Y te decimos lo que debes pensar.
-¿Hay manera de contrarrestar esos mensajes si quien los produce dispone de los recursos del poder público?
-El mejor camino es el control del Congreso. La publicidad institucional debe ser regulada desde las instancias políticas. No sólo porque en muchos países está completamente desbordada, sino porque detrás de la regulación está el principio de la transparencia.
"El ciudadano tiene que saber lo que gasta un gobierno y si esas campañas resultan eficaces y para quién son eficaces. El punto básico es saber a quién benefician: a los ciudadanos o a los gobiernos en turno."
El problema, añade, es cuando la oposición en el Congreso evita legislar porque aspira a hacer lo mismo.
Legislación, no promoción
Adscrito a la Universidad de Vigo, donde enseña técnicas de propaganda electoral, técnicas de publicidad institucional y propaganda en cine, radio y televisión, Rúas Araujo asegura que no hay publicidad institucional químicamente pura, pues ésta siempre tiene una dosis de promoción de imagen.
"En el fondo se promociona al gobierno; por eso hay que legislarlo". Y explica que en España se aprobó recientemente una ley de comunicación y publicidad institucional que obliga a todos los gobiernos a hacer un informe anual, ministerio por ministerio, de lo que van a invertir en publicidad, a qué agencias se concederán las campañas y por qué se harán éstas.
-¿Hasta dónde se puede llegar con una publicidad oficial excesiva y desregulada?
-Un exceso de publicidad lo que coarta es el debate público. La publicidad tiene que estar controlada. Los ciudadanos tienen que saber lo que gasta un gobierno y a quién benefician las campañas: a ellos o al gobierno de turno. Vivir Mejor favorece a los ciudadanos o al gobierno. ¿Va a vivir mejor el ciudadano por el logotipo?
El entrevistado señala que, además del gobierno, los medios de información son los grandes beneficiarios de las intensas campañas institucionales que ocurren en países como México, Brasil y Argentina.
"Toda propaganda tiene contrapropaganda. Se puede entrar en disputas. Por ejemplo, dos estados con signo político diferente pueden estar bombardeándose constantemente, contestándose unos a otros.
"En vez de cartas al director, se contestan con comerciales y a página completa, lo cual es muy bueno para los medios de comunicación, que sólo se frotan las manos. Los medios de comunicación son empresas informativas; son empresas antes que informativas."
La lógica es muy simple: "Yo te doy publicidad, tú me tratas bien". En realidad, no se hace publicidad para el ciudadano.
-¿Se puede gobernar sólo con la propaganda?
-La propaganda y la publicidad son persuasión y se gobierna con persuasión. Se gobierna con ilusiones. Al igual que en la publicidad comercial, se habla de valores intangibles. En el caso de los gobiernos, se juega con sentimientos y perjuicios: que viene la derecha, que viene la izquierda. Se juega con el mensaje del miedo.
-¿El ciudadano se cree esos mensajes?
-Tanta propaganda puede crear un escenario de saturación informativa. Curiosamente, en publicidad la saturación se combate con más saturación. Pero lo que puede provocar es un efecto contraproducente en el ciudadano: que rechace los mensajes.
-Parte del triunfo que se le dio a Calderón en 2006 se originó en la campaña del miedo, asesorado por el español Antonio Solá, propagandista también del Partido Popular (PP)...
-No todas las campañas valen para todos los sitios...
-Qué pasó en la sociedad mexicana para que la campaña de odio del PAN haya funcionado, a diferencia de España y Guatemala, donde perdieron los candidatos asesorados por Solá.
-Lo que falló en la campaña en México es que López Obrador no contestó al mensaje de negatividad. Al día siguiente de que inició la campaña de odio en su contra debió darle las gracias a Calderón por haberse centrado y gastado dinero en él. Tuvo un error de estrategia. Se dio por vencedor demasiado pronto. Fue lento de reflejos.
"En el caso de España, el PSOE reaccionó con un mensaje positivo, un llamado al PP a la moderación y en contra de la crispación. Le dijo que el país no estaba bajo tensión. 'No lo tensen ustedes'."
-¿Se puede gobernar después de una campaña de odio?
-Esas campañas dividen a la sociedad. Calderón ahora habla de unión. Es la postura institucional fácil. Es una vieja estrategia del bueno y el malo, pero es difícil gobernar cuando se ha hecho una campaña de este tipo. l
Cronología de la descomposición
Igual que en el anterior gobierno panista. Igual que en todos los sexenios priistas que les antecedieron.
Lo que sí se extrañó fueron los encontronazos entre Ejecutivo y Legislativo; aquellas jornadas, al principio épicas, que rompían cánones -sobre todo, el monólogo presidencial, la esencia del informe- y cometían sacrilegio.
Ya no más interpelaciones al presidente, interrupciones a gritos de su lectura, intentos de tomar la tribuna por parte de diputados, protestas individuales o colectivas; mantas, pancartas, letreros en mano, con leyendas que contradecían lo que el mandatario iba festinando. Ya no más salidas ruidosas, del salón de sesiones, de grupos parlamentarios enteros. Ya no más, pues, gritos y sombrerazos, desahogo y catarsis, reflejo vivo de la inconformidad con la gestión presidencial.
Han pasado 20 años desde que, por vez primera, el presidente de la República dejó de acudir al Palacio Legislativo como si fuera a un día de campo, a celebrar y a hablar por sí y para sí, ante un Congreso autista y entregado.
En efecto, le tocó a Miguel de la Madrid Hurtado, en 1988, ser protagonista del inicio del fin de esa era -entonces, 60 años del PRI en el poder- en que todo era miel sobre hojuelas: desde el desayuno, tempranito en Los Pinos, con dueños y directivos de medios informativos; la salutación de la familia presidencial, al pie de la escalinata principal de la residencia oficial, a los periodistas que atestiguarían su mensaje a la nación; la solemne imposición de la banda presidencial, en Palacio Nacional, al flamante mandatario; la llegada espectacular a la sede del Congreso; el aplauso unánime de diputados, senadores, funcionarios e invitados; la "republicana" ceremonia de apertura de sesiones del Congreso General; la lectura, sin contratiempos, del informe con el que el presidente, por mandato constitucional, daba cuenta "del estado general que guarda la administración pública del país".
Y la fiesta seguía: al término del mensaje presidencial y la correspondiente "respuesta" -zalamera, las más de las veces- del diputado que habría de presidir la Cámara durante el siguiente año, regresaba el presidente a Palacio Nacional, en carro descubierto, saludando con los brazos abiertos "al pueblo", que lo prodigaba con flores, confetis y serpentinas... previamente distribuidos por personeros oficiales.
Ya en Palacio, culminaba el rito con la foto oficial del presidente y sus gabinetes legal y ampliado, y luego con el tradicional besamanos, las interminables filas de anhelantes hombres y mujeres que, genuinos unos, vergonzantes otros, querían y/o debían hacer acto de presencia ante el señor presidente.
Y si bien con el último informe de gobierno de De la Madrid no acabó todo eso, sí terminó la calma y la tersura con que tradicionalmente sucedía la ceremonia del informe. Era septiembre de 1988 y el horno no estaba para bollos. Ni en la economía ni en la política, ni en el país todo. Ese y los años previos fueron de ajuste económico permanente, de implacables apretones de cinturón para toda la población, de desaparición de empresas, de privatizaciones, de inflación galopante, de devaluaciones a cada rato, de desempleo como nunca, de carestía, de cero crecimiento económico... del mayor malestar social en décadas.
En política igual. Ya estaba en marcha la descomposición que llevó al PRI a perder el poder años más tarde. En 1987, se había producido el gran cisma en el PRI, del que salieron Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, entre otros. En julio de 1988 se perpetró lo que para muchos fue el escandaloso fraude electoral que, con la célebre "caída del sistema", dejó en el camino a Cárdenas e hizo posible que Carlos Salinas de Gortari obtuviera la Presidencia.
En ese contexto llega De la Madrid a su último informe de gobierno. Apenas iniciaba éste su lectura, cuando en medio del silencio y la compostura de la concurrencia, un diputado del Partido Popular Socialista, Jesús Luján, se levanta de su curul y a voz en cuello grita: "¡Una pregunta, señor presidente...!".
Pero nunca pudo terminar la pregunta. Al silencio expectante, a la mirada de todos sobre él, al azoro generalizado -nunca, nadie, se había atrevido a interrumpir a un presidente en acto tan solemne-, siguió un barullo que rápido se transformó en romería: cardenistas y panistas defendían, a gritos, el derecho del socialista para interpelar; los priistas, también a gritos, a silenciarlo y a insultar a los de oposición. Nerviosismo, tensión en todos, incluidos los elementos del Estado mayor Presidencial, que no acertaban a responder ante la insólita situación, aunque más de un diputado se ganó un jalón o un empujón de algún soldado vestido de civil.
Hubo 10 interrupciones más. A cada tema que abordaba el presidente, fuera económico, social o político, una interrupción y la romería consecuente, los gritos, los insultos y... el pasmo de De la Madrid, su mirada al vacío, hasta que Miguel Montes, el presidente del Congreso, lograba apaciguar las cosas. El grito de "¡No al fraude electoral!" unificó el encono y los gritos de panistas y cardenistas.
Pero todos los momentos de desorden quedaron chicos frente al que propició Porfirio Muñoz Ledo, flamante senador del Frente Democrático Nacional. De la Madrid terminaba el recuento de logros e iniciaba el llamado "mensaje político". Esta es parte de la crónica de Proceso (618), ese día:
"-Ciudadano presidente... ¿Cómo va su gobierno a asumir el mandato popular de respetar el voto? -preguntó Muñoz Ledo, que entre la gritería no pudo terminar de leer un breve texto que llevaba manuscrito. En cuanto Muñoz Ledo se levantó, agentes de seguridad corrieron hacia las escalinatas de la tribuna, lo rodearon y bloquearon su acceso. A su vez, reporteros, camarógrafos y fotógrafos rodearon a Muñoz Ledo, que en la primera fila de curules, a unos metros del inmóvil y callado presidente, dio una minientrevista de prensa. Y fue cuando Miguel Montes perdió la mesura y amenazó con emplear la fuerza pública para desalojar a los legisladores que alteraban el orden.
A partir de entonces, ya nada fue igual en el "día del presidente". En mayor o menor medida, con protestas de diversas dimensiones, la ceremonia del informe se desarrolló, año con año, sin la paz, la calma, pero tampoco los bostezos, de antes del 88.
Y cada presidente debió enfrentar, a su manera, y con estrategias peculiares, los momentos de alboroto. De los dos últimos presidentes priistas, Carlos Salinas fue el que más padeció en sus informes, sobre todo en el primero y en el último. En 1989 fue recibido con gritos de "¡Repudio total al fraude electoral!" Ese año, a los gritos y las interrupciones se unieron pancartas, carteles, mantas y toda suerte de reclamos por escrito, que se quedaron como práctica común para los informes de los siguientes mandatarios.
En su sexto informe sufrió más. Era la despedida, y los reclamos, los gritos, los letreros daban cuenta de cómo iba acabando su administración, en medio de la convulsión.En ese último informe, Salinas apenas pudo aguantarse cuando el perredista Félix Salgado Macedonio sacó una manta larga con la leyenda "¡Mientes, Salinas!", que mantuvo, al pie de la tribuna donde aquél leía, a la vista de todo mundo, durante toda la ceremonia.
Ernesto Zedillo comenzó a desacralizar el día del presidente. Decretó que el 1° de septiembre no fuera día feriado; eliminó los recorridos fastuosos, los protocolos principescos y borró de tajo el besamanos. Austeridad republicana, decía.
Los primeros cuatro informes pasaron sin mayores sobresaltos, aun cuando desde el primero, en 1995, cargaba con el peso de la mayor crisis económica de la historia reciente del país. El costoso "error de diciembre" -como lo llamó Salinas para exculparse- no tuvo mayor repercusión en las ceremonias de sus informes de gobierno, salvo lo, para entonces, acostumbrado: gritos aislados, intentos de interpelación, mantas y letreros aludiendo a su "incompetencia" en el mando presidencial.
Pero el quinto informe, que había transcurrido en los mismos términos que los anteriores, acabó en escándalo. El panista Carlos Medina Plascencia, como presidente en turno del Congreso, fue el encargado de dar respuesta al informe, pero lo hizo de tal modo -con un discurso breve, pero contundente y provocador- que los priistas se lo querían comer vivo. Nada le creía a Zedillo y todo le reclamó airadamente.
El último informe, sin mayores sobresaltos. Nada fuera de lo que ya era común. Apenas un diputado priista que permaneció todo el informe dándole la espalda al Presidente, como muestra de su inconformidad por la derrota del PRI en 2000.
Con Vicente Fox el PRI se inauguró como oposición. Al principio, igual de beligerante que el PAN en los años previos, reclamó, junto con el PRD y los demás partidos, por el incumplimiento de promesas, los retrocesos en la economía y en la vida política. Todos sus dichos de campaña se le revirtieron. Sobre todo en el primer informe, en 2001. "Resolveré Chiapas en 15 minutos, bla, bla, bla", rezaba una manta. "Salarios dignos, hoy, hoy, hoy", decía otra.
El carácter y la personalidad de Fox, hicieron de los informes presidenciales, sesiones de chunga. Ya no sorprendían los gritos, los carteles, las mantas, los amagos de tomar la tribuna. En el segundo, cuando apenas concluía su lectura, de plano todos los perredistas abandonaron el salón de sesiones, más que nada para no oír la respuesta de la priista Beatriz Paredes, por incumplir acuerdos.
Para el cuarto informe de Fox, los ánimos estaban caldeados en el país. Eran los días del desafuero para Andrés Manuel López Obrador. Miles de agentes federales resguardaban el Palacio Legislativo. Como nunca, la seguridad a tope. Adentro, una auténtica guerra de consignas. Fox debió soportar 21 interrupciones. Y al final, todos los legisladores de oposición se pusieron de pie, dándole la espalda al Presidente.
Para el quinto informe, Vicente decidió evitarse angustias y problemas. Mejor dejó el informe por escrito y apenas emitió un mensaje a la nación de 40 minutos.Para su último informe, Fox ya no pudo llegar a la tribuna, que habían tomado los perredistas. Apenas pudo entregar los documentos en el lobby de la Cámara.
Felipe Calderón sí pudo llegar a la tribuna el 1° de septiembre de 2007. Pero no rindió su primer informe de gobierno. Apenas entregó los documentos a su correligionario Cristian Castaño, vicepresidente de la Cámara, pues la presidenta, la perredista Ruth Zavaleta, se había retirado del salón junto con todos los diputados y senadores del PRD y el PT. El argumento: no era bienvenido un presidente ilegítimo. Calderón apenas habló, micrófono en mano, unos 90 segundos. Mensaje protocolario de cuatro párrafos, poco más de 100 palabras.
Se retiró, para luego dirigirse a la nación a través de la televisión y la radio, desde el Palacio Nacional. Unos 3 mil 500 invitados -la mayoría burócratas federales-, sustituyeron a los 500 diputados y 128 senadores. Unas 25 veces fue interrumpido el presidente. Pero no eran gritos ni interpelaciones. Eran aplausos y ovaciones de una cómoda audiencia. Así fue el primer informe de Calderón.
Para el segundo, el rito imperial terminó de sepultarse. l
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