Luis Linares Zapata
El hilo conector que va de la delincuencia organizada a la gobernabilidad no pasa, de manera definitoria, por las policías o el más vasto aparato de justicia. Estas instancias son sus estaciones terminales, modalidades represivas para las deformaciones del organismo social. Antes que ellas se entrecruzan las raíces profundas de su génesis y desarrollo: el reparto inequitativo de la riqueza, la cerrazón de los horizontes de vida digna para las masas, el desempleo como punto seguro de destino, la depreciada situación de la juventud y sus ralas oportunidades de bienestar, el nulo crecimiento de la economía o el grado de impunidad en sus múltiples variantes, incluida, en sitial preferencial, la rampante inequidad fiscal y los múltiples como indebidos privilegios que detentan personas y grupos específicos. Seguir la ruta de tales fenómenos es entrarle de lleno y a fondo a lo que, después de muchos años de incubación, llega a ser descrito como crimen, organizado o no.
¿Adónde van 65 por ciento de los jóvenes en edad de estudiar (media y superior) que no están en las escuelas? De la manera en que se responda esta interrogante se comenzará a visualizar el meollo cierto de los problemas de inseguridad observados. La mayor parte de esos segmentos poblacionales engruesan las filas de la informalidad, muy apoyada en el México afectado por una globalidad mal apropiada o por el desamparo de una fábrica nacional desintegrada. Otros, en nutridos contingentes, caerán en la tentación del dinero fácil, rápido y en cantidades suficientes como para colmar valores subvertidos. En ellos se sustenta la inagotable y creciente reserva que alimenta al formidable ejército del mal, un verdadero cáncer que se extiende indetenible por el cuerpo de la nación y que el secretario de la Defensa calcula en medio millón de personas (sólo en el narcotráfico).
Otra gran tajada del sector joven emigra al extranjero en busca de un sueño más asequible. Ver pelotones de muchachos entre los 15 y 25 años aventurarse por el desierto de Arizona, aun en plena temporada de calor (45 o más grados a la sombra), desnuda cualquier retórica difundida desde el poder acerca de las bondades del modelo de gobierno adoptado, del mando cierto o la visión clara. Ese terrible espectáculo deshace las invenciones retóricas, propagandística del oficialismo e impone la necesidad de revisar muchos de sus errores, ausencias e irresponsabilidades.
Al final del análisis, las causas efectivas y directas de las conductas delictivas saldrán a la luz. Ésas que muchos quieren ignorar, soslayar y hasta combaten con denuedo. Es verdad que también una policía inexperta, desorganizada, mal capacitada y peor pagada es una vertiente de consideración en el fenómeno del crimen. O las ineficiencias y la corrupción de jueces y funcionarios que deben impartir justicia. Pero esto sólo aplica para la fase final, quizá la más notoria y estridente pero en las cuales se centra la atención y el reclamo de crecientes grupos de la sociedad. En especial de aquellos que sienten peligrar su modo de vida, alcanzado después de trabajos y perseverancia. O de aquellos otros que han logrado cierto bienestar o porque han podido acumular capital suficiente como para ser punto de admiración y codicia por otros, pervertidos en sus valoraciones y conductas.
También es necesario apuntar aquí los perniciosos efectos que el crimen tiene sobre los densos sectores sociales que colindan con la marginación. Ellos también padecen, en ocasiones de manera cotidiana, lo peor de los dos mundos: el de los maleantes y sus contrapartes policiacas. No se puede olvidar tampoco las conductas agresivas en los hogares, la discriminación de raza o género que apresan a las mujeres o a los pueblos indios.
Hay, sin embargo, otros factores que inciden en el crimen: la astringencia financiera de la hacienda pública es uno de los más dañinos. En repetidas ocasiones el auditor superior de la Federación ha denunciado la enorme evasión y elusión de impuestos que corroen el sistema impositivo del país y a lo cual no se ha querido, ya no digamos poner límites, sino que se le regatea la atención debida. Los privilegios fiscales (650 mil millones de pesos devueltos en el foxiato) para con los grandes contribuyentes son una constante tal que imposibilitan al Estado para que cumpla debidamente con su cometido de seguridad impulsando el crecimiento económico y el bienestar de familias e individuos.
La misma seguridad, tarea primordial del Estado, queda condicionada si no se cuenta con los recursos para darle vigencia cotidiana. En el entendido que ella es la resultante de factores, entre otros, de los arriba descritos. ¿Cómo garantizar tal derecho si se tienen tantas limitaciones en el sistema educativo? ¿Cómo combatir la impunidad si se encubre a los criminales mayores, aquellos que se apañan todas las oportunidades, trafican con todas las influencias decisorias, corrompen instituciones o no cumplen con sus obligaciones fiscales?
No hay que menospreciar el cuarto de siglo de magro crecimiento económico como una causal eficiente de los niveles exacerbados de inseguridad que ahora se padecen. Ahí es donde hay que buscar explicaciones y poner los remedios, y no sólo salir a las calles, airados, empujados compulsivamente por los medios de comunicación, pidiendo que renuncien los encargados públicos o después, como los argentinos alebrestados, exigir que todos se vayan a la calle.
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