Editorial
El pasado viernes, en una reunión sostenida con diputados federales, el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Guillermo Galván Galván, calificó –según lo relatado por el legislador Alfonso Suárez del Real, del Partido de la Revolución Democrática– como una “cuestión de altísimo riesgo para el Ejército” la solicitud de la Policía Federal Preventiva (PFP) en el sentido de mantener abiertas las vías de comunicación en el conflicto magisterial de Morelos. En cambio, de acuerdo con el diputado perredista, el funcionario llamó a “distender la situación” que se vive en esa entidad, a efecto de “generar condiciones de un verdadero diálogo”, y agregó que el número de efectivos militares que intervienen en acciones de seguridad pública se reducirá, para 2009, de tres mil a 500.
Las declaraciones del secretario de la Defensa Nacional dejan entrever un reconocimiento acerca de la necesidad de privilegiar la negociación política sobre el uso de la fuerza pública como vía de solución al conflicto que se vive actualmente en Morelos, consecuencia del rechazo del magisterio estatal a la llamada Alianza por la Calidad en la Educación (ACE). Tal postura, que resulta de obvia sensatez, contrasta sin embargo con la propensión de las autoridades civiles, tanto estatales como federales: apenas el pasado jueves, elementos del Ejército y las policías federal y estatal participaron en el violento desalojo ocurrido en Xoxocotla, donde padres de familia protestaban por la negativa de las autoridades para atender a las demandas de los docentes, y que tuvo como saldo un cúmulo de atropellos y vejaciones cometidos por elementos de las fuerzas públicas.
La aparente resistencia del mando castrense por seguirse involucrando en este conflicto, tendría que obligar al Gobierno federal a abrir sus perspectivas de solución y a reconocer la importancia del diálogo y el entendimiento entre las partes; tendría, también, que hacerlo reflexionar con respecto a su proclividad a involucrar a la fuerza armada, cada vez de forma más recurrente, en tareas y responsabilidades que le son ajenas.
No puede pasarse por alto que, en el momento actual, el Ejército experimenta un evidente desgaste institucional como consecuencia del empecinamiento del gobierno por involucrarlo en la cruzada nacional contra el narcotráfico y el crimen organizado, emprendida por la administración calderonista a principios del año pasado, y que no sólo no ha restablecido la legalidad y el estado de derecho en el país, ni ha disminuido, hasta donde puede verse, el margen de maniobra de las corporaciones criminales; ha propiciado, además, un cúmulo de atropellos contra civiles inocentes, que son, en última instancia –sin que haya aquí pretensión de exculpar a los militares involucrados en estos delitos– responsabilidad de los mandos civiles, que son los que dan las órdenes.
Si lo que se quiere es evitar que este desgaste se profundice, el Gobierno federal tiene que reconocer como improcedente y peligrosa su apuesta por atender, mediante el recurso de la fuerza militar, problemáticas tan disímiles como las manifestaciones de descontento social y la inseguridad pública: la solución al primero de estos fenómenos demanda disposición de las autoridades a atender las demandas de los grupos inconformes, sin incurrir en la represión y la persecusión; el segundo, por su parte, requiere para su combate de acciones de inteligencia e investigación policiaca que escapan a los procesos de formación castrense, en tanto que su prevención debe girar en torno a la erradicación de las causas sociales, económicas e institucionales que lo originan. Es necesario, en suma, que las autoridades entiendan que, en democracia, una nación debe ser gobernada con, autoridad, sí, pero sobre todo con base en la política, la sensibilidad social, la sensatez y la razón.
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