Porfirio Muñoz Ledo
Bitácora Republicana
La tragedia acaecida a un grupo selecto de funcionarios mexicanos, encabezados por el Secretario de Gobernación, a los tripulantes de la nave y a los transeúntes agredidos por la adversidad, es un hecho aciago para la nación. La incertidumbre sobre las circunstancias que lo provocaron conduce a incrementar la desazón ciudadana.
La discusión sobre las causas del evento tal vez no termine en el curso de esta generación. Así ha sucedido con la desaparición de otros personajes de la vida pública. La certeza histórica no es virtud de nuestro proceder político, que ha cultivado la opacidad como razón de Estado y la posposición del esclarecimiento como estrategia defensiva. Bien decía un humorista que si Jesucristo hubiese muerto en México todavía no sabríamos quién lo mató.
Sobresale el automatismo de las autoridades que -sin haber concluido ninguna investigación- han repetido tenazmente que se trata de un “accidente”. Sin duda lo es, en tanto “suceso eventual que altera el orden regular de los acontecimientos”, o bien “del que resulta daño para las personas o las cosas”; pero no como “estado que aparece en alguna cosa, sin que sea parte de su esencia o naturaleza”. Es fruto del clima que se vive.
Un distinguido médico, que atendió a víctimas fortuitas, subrayó la diversidad de narraciones, pero la coincidencia en que vieron caer el aparato en pedazos –incendiados o no-, lo que coincide con la versión del “estallido en vuelo”, del piloto de la nave que venía detrás.
Sobre todo, la experiencia sobrecogedora de los afectados, que recibieron sobre sus cabezas una suerte de maldición colectiva; que -como en una beligerancia armada- les tocó una fatalidad que se ha vuelto cotidiana.
Calderón ha reiterado que el país se encuentra en estado de guerra. Podríamos aceptar que, en el fragor del combate, bajas tan prominentes del bando oficial ocurrieron “por gastritis”, como en Zongolica. A ello se debe que, de acuerdo a los sondeos, el 56% de los consultados no cree en la tesis del “accidente” y el 48% supone que el gobierno está ocultando información.
Es cierto que al fragor de una conflagración puede ocurrir cualquier estrago, sin que medie la mano del enemigo. También que las carreteras y los aterrizajes concentran los accidentes profesionales de los políticos; máxime cuando el riesgo se potencia por la tensión de los acontecimientos e incluso se desafía por la temeridad y la aquiescencia, que suelen acompañar a los poderosos.
En aras de la transparencia no se puede abandonar ninguna pista de la investigación y el descarte de las hipótesis debe ser indiscutible. El presidente del Colegio de Pilotos Aviadores ha desechado la teoría, orquestada desde el principio, de que la nave dio la voltereta por efecto de la estela dejada por el Jet que lo precedía y al cual se aproximaba peligrosamente.
Afirma que tal fenómeno se produce “hacia abajo, por lo que no pudo afectar al Lear jet, que volaba a una altitud superior que la del avión comercial”. Además, que “se resiente de manera paulatina, por lo que da tiempo necesario para realizar diversas maniobras”. Por añadidura, que el aparato contaba con un “sistema anticolisión, que permite evitar la cercanía de otras aeronaves”.
El gremio de controladores niega que la torre haya sido negligente y demanda pruebas, habida cuenta de las consecuencias que tal falla tendría sobre la aeronavegación en México. Otros exigen que se aclare la normatividad del uso del aeropuerto capitalino por aviones privados y el desfalco de una absurda ampliación sin nuevas pistas. Se antojaría el procedimiento de los juicios orales, entre expertos, funcionarios y actores sobrevivientes.
Los más informados hablan de una “pérdida súbita de control por causas físicas no averiguadas”, sobre las cuales la “caja negra” podría arrojar evidencias definitivas. La espera de once meses –prorrogables- resulta sospechosa y sólo alimenta las especulaciones, que van desde el sabotaje previo hasta el alcance desde tierra al aeroplano y cualquier subproducto de la ciencia-ficción.
Es grave el tiempo que vive la nación. Exige la mayor probidad y veracidad en el ejercicio del poder. Las guerras no se ganan con mentiras ni aspavientos; más bien se pierden, como en Irak.
El duelo por la desaparición de familiares y amigos es siempre conmovedor, pero tratándose de exequias de Estado, ha de revestir entereza y sobriedad republicana. Saber cuando menos cuáles son las batallas que el nuevo Cid Campeador habrá de ganar después de muerto.
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