Editorial
Con el fin de la presidencia de George Walker Bush se cierra una de las épocas más regresivas, cruentas y corruptas en la historia del poder político de Estados Unidos, y un periodo en el que el mundo retrocedió a estadios de barbarie que, en los albores de este siglo, se creían superados.
Quien a partir de mañana será un ex presidente más llegó por primera vez a la Casa Blanca en medio de sospechas de fraude electoral, impulsado por el acoso mediático que sufrió el gobierno de su antecesor, y con un programa anodino, conservador a secas y neoliberal por inercia. Nueve meses más tarde, los atentados del 11 de septiembre de 2001 dieron dirección y proyecto a la administración de Bush: con el pretexto de combatir el terrorismo, un sector de la oligarquía del país vecino, conformado como un tejido político-empresarial cercano al presidente, emprendió un intento por restituir, en un mundo que empezaba a explorar el multilateralismo, la hegemonía de Estados Unidos.
En ese afán, el poder público estadunidense arrasó dos países, ignoró la legalidad internacional que con tantas dificultades se había venido construyendo, llevó a cabo un severo ataque legislativo, institucional y policial contra los derechos humanos y las libertades individuales en territorio estadunidense e implantó, en escala planetaria, un tramado de criminalidad, de terror y de inmoralidad: a las guerras “contra el terrorismo”, que resultaron ser, de manera primordial, fábricas de contratos para las corporaciones cercanas a la Casa Blanca, se agregó una red de secuestros, asesinatos, torturas y cárceles clandestinas que se extendió por vastas regiones de Medio Oriente, Asia y Europa, con la complicidad y la sumisión de buena parte de los gobiernos que se llaman a sí mismos civilizados.
En 2004, y a pesar de los catastróficos resultados de las guerras contra Afganistán e Irak, y pese al cúmulo de mentiras fabricadas por el Departamento de Estado, el Pentágono y la propia Casa Blanca para emprenderlas, la institucionalidad y buena parte del electorado del país vecino facilitaron las condiciones para la relección del empresario texano, en un episodio que quedó manchado, de nueva cuenta, por los indicios de una adulteración de la voluntad ciudadana.
Además de los miles de muertos, la infame destrucción nacional de dos países, el retroceso mundial en la vigencia de los derechos humanos y la paranoia policial como norma en políticas de seguridad, los ocho años de Bush al frente de la Casa Blanca dejan un saldo de tragedia en el ámbito económico. En efecto, el gobierno republicano que se inició en 2001 recibió una administración superavitaria, y ocho años después la entrega con un déficit fiscal sin precedente. Deja tras de sí, además, una crisis mundial –de raíces múltiples, es cierto, pero con un claro detonador principal en la desenfrenada especulación inmobiliaria alentada por las políticas bushianas– que algunos comparan con la depresión de 1929, la peor en la historia del capitalismo; hereda un país en el que se ha exponenciado la concentración de la riqueza, se ha disparado la pobreza y se ha abandonado la responsabilidad del Estado como promotor de bienestar.
No debe dejarse de lado la ofensiva moral desatada por los sectores del integrismo cristiano a los que pertenece el propio Bush contra los derechos reproductivos, contra la investigación científica y contra la educación. Hoy, Estados Unidos es un país más opresivo, más ignorante y más supersticioso, al grado de que el embuste del “diseño inteligente” se enseña hoy en miles de escuelas del país vecino como alternativa a la teoría de la evolución.
Y mientras se pretendía acotar a una sociedad proverbialmente plural y diversa con una deplorable estrechez moral, la inmoralidad cundía en la administración pública: en estos ocho años han quedado al descubierto numerosos escándalos por desfalcos y fraudes vinculados con oficinas gubernamentales y por miles de millones de dólares que desaparecieron del erario sin que nadie sepa cómo. El caso más claro es el de la guerra contra Irak, en la que el gobierno pagó por obras no realizadas, reclutó empresas que evidentemente carecían de capacidades para cumplir el trabajo pedido y manejó con discrecionalidad y favoritismo la asignación de contratos. El correlato de esta descomposición fue la frivolidad y el nulo interés de la Casa Blanca ante las necesidades de los más pobres, actitudes que se manifestaron en toda su crudeza durante la tragedia sufrida por la ciudad de Nueva Orleáns en agosto de 2005, en la que murieron centenares o miles de personas.
La pesadilla llamada Bush ha llegado a su término y, aunque tomará mucho tiempo enmendar su herencia criminal y desastrosa, su salida de la Casa Blanca es un motivo de alivio y esperanza para Estados Unidos y para el resto del mundo.
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