Rossana Cassigoli Salamon
El sionismo alude al movimiento nacionalista y colonialista judío que desde finales del siglo XIX se propuso la creación del Estado de Israel. Ha promovido, y promueve, la migración de judíos a Palestina, la ancestral tierra prometida. Tomó su nombre de Zion, una colina de Jerusalén, y adquirió alcance político gracias al impulso del periodista austriaco Theodor Herltz. El programa del primer congreso sionista, celebrado en 1879 en Basilea, Suiza, exponía: “el sionismo quiere crear un hogar para los judíos en Palestina, al amparo de la ley pública”. El movimiento se estableció en Viena, donde Herltz fundó el semanario oficial El Mundo (Die Welt); los congresos sionistas se celebraron anualmente al menos hasta 1901. Visto así, es posible “escuchar” y acompañar la quimera de un pueblo que cultiva lazos espirituales y aspira a la creación de una nación propia. Lo que se torna problemático es el giro expansionista-terrorista que adquiere este proyecto en la segunda mitad del siglo XX, y los irreparables costos históricos y humanos que son su corolario. Sin la mancuerna angloestadunidense el sionismo no hubiese logrado algunos de sus propósitos en los primeros años de la segunda posguerra.
Los primeros inmigrantes judíos que llegaron a Palestina-Israel a fines del siglo XIX eran europeos. Concluida la segunda guerra, y tras la evidencia de las proporciones del exterminio nazi y el consecuente menoscabo de la población judía, el movimiento sionista emplazó sus esfuerzos hacia los judíos habitantes de países árabes y musulmanes. En los años 50 del siglo XX fueron prácticamente vaciadas las comunidades judías de los países árabes; judíos cuyas familias habían vivido durante siglos en sociedades árabes y musulmanas emigraron al nuevo Estado, Israel. Gracias a la Ley de Retorno de 1950 han llegado a Israel unos 100 mil judíos originarios de Etiopía llamados peyorativamente falashas: “exiliados”, “extranjeros”, “errantes”. La memoria colectiva israelí se asimila a la narrativa sionista basada en la historia de los judíos de Europa. Tal narrativa no sólo no toma en cuenta la historia de los judíos de países árabes, sino que ha pugnado por la “desarabización” etnocida del judaísmo. Ello ha obedecido a una ideología estatalista sobre la cual se ha asentado el sionismo, que recuerda usos y costumbres de las naciones sudamericanas ancladas en la utopía de la “nación blanca”. A pesar de que la mitad de la población llegó de los países árabes islámicos y de situarse geográficamente en Medio Oriente, el Estado de Israel se refleja a sí mismo y exhibe ante el mundo como nación occidental. Hasta los años 40 entre árabes musulmanes y judíos existían vínculos cotidianos de vecindad y convivencia. En el interior de los colectivos dispares y mezclados no habían surgido aún sentimientos nacionalistas. Judíos y árabes vivían juntos “en las buenas y en las malas”. El movimiento sionista contribuyó a corromper los vínculos entre musulmanes y judíos. El sionismo belicoso y militar abolió el legado espiritual del judaísmo en esa tierra arrasada. Hay frases que estremecen el espíritu. En su magnífico libro autobiográfico Errata, George Steiner nos lega una prosa clarividente: “Por desgracia no puedo sentirme parte de este contrato con Abraham. Por eso no poseo feudo refrendado por la divinidad en un pedazo de tierra de Medio Oriente, ni en ninguna otra parte. Es un defecto lógico del sionismo, un movimiento político-laico, invocar una mística teológico-escritural que, en honor a la verdad, no se puede suscribir” (...) “Sería escandaloso que los milenios de revelación, de llamamientos al sufrimiento, que la agonía de Abraham y de Isaac, del monte Moriah y de Auschwitz, tuviesen como resultado final la creación de un Estado-nación armado hasta los dientes, de una tierra para especuladores y mafiosos... como todas las demás”. Continúa en otros párrafos sorprendentes: “Todos somos invitados de la vida [...] somos invitados a este menudo planeta y hemos resultado ser invitados vandálicos y exterminadores [...] mamíferos capaces de alcanzar elevados niveles de comprensión y creatividad éticas, aunque persistentemente territoriales, agresivos hacia sus rivales, proclives al contagio del odio colectivo, a los reflejos homicidas del rebaño, son llamados a idear instituciones de civismo y colaboración altruista en la polis, en la multitudinaria ciudad de los hombres [...] este extraño bípedo destruye por el placer de destruir”.
A modo de conclusión preliminar: ser judío no alude a una determinación biológica ni particularidad sicológica. No existe un “alma” o “esencia” judía. Ser judío es un “fragmento” de un procedimiento de verdad, un “dato” que lo hace “aparecer” de este modo en el espacio siempre político de los otros. Es posible que la mayoría de judíos no sean en verdad “distintivos” del judaísmo. No es menos verdad que serían rechazados por su ortodoxia endogámica, clasista y racista. La condición judía es sumamente dispar; los judíos son gente mezclada. Ser judío en la diáspora, incluso como condición existencial “paria”, no corresponde forzosamente a la pertenencia a un “pueblo”. En extremo, ni siquiera a un “nosotros” histórico. La “judeidad de la diáspora” entraña una memoria emocional. Memoria, porque es la suma de todos los relatos, múltiple y fragmentaria, imposible de reducir a un solo lema, representar en un solo rostro. Empero, esta disparidad y heterogeneización de la condición judía no nos deja indemnes y el silencio furtivo se torna incómodo. Judíos honestos, ya sea “pura sangre”, o en su caso “goy”, “advenedizos” o “parias” (en la expresión de Max Weber, George Simmel y Hannah Arendt), mestizos o bastardos del judaísmo, padecemos idéntico desgarramiento.
La monstruosidad inhumana con que la dupla Bush-Estado de Israel, ante la “tristeza objetiva” de la gran parte de espectadores de la polis, se ha ensañado con “los hijos más pobres” de la tierra palestina, exhibiendo sin instintos las bajas infantiles espeluznantes (amén de la prepotencia geopolítica y jactancia bélica siniestra) nos abandona y hunde en la impotencia, la vergüenza y la ignominia. Hemos sufrido una regresión radical. La peor catástrofe es nuestra habituación al horror y pérdida axiomática de conciencia crítica. Imposible rehuir el pronunciamiento. Nos confina este hecho a la pena íntima y constante.
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