Julio Pimentel Ramírez
Este martes 20 de enero llega a su fin una de las administraciones estadounidenses más nefasta, tanto para su pueblo como para el resto del planeta. George W. Bush deja tras de sí una estela de engaños, abusos y errores que han sumido a la economía internacional en una profunda crisis económica, cuyo costo se traduce, entre otros efectos negativos, en más desempleo y pobreza en todos los continentes del orbe, sin olvidar la persistencia del criminal bloqueo a Cuba y las guerras desatadas en Afganistán, Irak y el último capítulo sangriento y genocida, que eso es la agresión del Estado israelí en contra del pueblo palestino, que no puede explicarse sin la complicidad del gobierno de Washington.
Guardando las debidas proporciones, a la manera del filósofo griego Plutarco, cabe subrayar el paralelismo, coincidencias y diferencias, entre Bush junior y Felipe Calderón: el primero accedió a la Casa Blanca en el 2001 en medio de acusaciones de fraude electoral, que desnudaron la anquilosada democracia de Estados Unidos; mientras que el “hijo desobediente” michoacano se hospeda en Los Pinos gracias al fraude del 2006.
Los dos personajes en cuestión están impregnados hasta la médula de la ideología neoliberal, claro que uno desde la posición de poder que le proporciona ser el presidente de la primera potencia imperial del mundo y otro desde un papel de subordinación a los designios del amo, que no por eso deja de proporcionarle al grupo social y político que representa enormes cantidades de riqueza social, de la que despojan a quienes la producen y que deberían de ser sus legítimos beneficiarios.
Esta coincidencia tiene sus matices que no pueden ser dejados de lado: en tanto que Bush por la aguda y extendida debacle financiera se vio obligado a dejar en un rincón sus convicciones de adorador del libre mercado, adoptando un multimillonario programa de rescate de bancos y empresas en quiebra; Calderón se niega a reconocer la realidad de la gravedad de la crisis y cual avestruz esconde la cabeza en el suelo y de acuerdo con sus “doctores” neoliberales receta al país una “aspirina” que no aliviará los efectos más nocivos de la “enfermedad” que se extiende ya por todo el “cuerpo” de la República mexicana.
Es ampliamente conocida la filiación de Bush a sectas protestantes, en las que se refugió huyendo de sus adicciones. Decisión respetable pero que es indicativa del precario equilibrio mental -los ocho años de su gestión están llenos de innumerables anécdotas en las que se manifiesta tanto su escasa cultura como sus deficiencias emocionales- del hombre que tomó decisiones fundamentales de la primera potencia militar del mundo, en muchas de las cuales pretendió presentarse como un “iluminado” enviado de Dios en lucha contra la herejía musulmana.
En tanto Felipe Calderón pretende echar por la borda la tradición laica del Estado mexicano, que desde la época de Benito Juárez delimitó con claridad los campos de lo terreno y lo divino. Si bien el proceso de socavamiento de la separación de lo público y lo religioso no es nuevo -desde el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, en la versión mexicana del neoliberalismo lo “moderno” es sinónimo de abrir las puertas a las cúpulas eclesiásticas para que intervengan en todos los órdenes de la actividad política, olvidando nuestra experiencia histórica-, la derecha panista trata de culminar estas intenciones.
La asistencia de Felipe Calderón a la reunión de las familias, acto público de la Iglesia Católica, ignora que el presidente del Estado mexicano, aunque sea ilegítimo, debe de reservar sus creencias religiosas para el ámbito de lo privado. En este año electoral la desesperación del PAN ante la pérdida de votos lo lleva a recurrir a todos y los expedientes habidos y por haber, incluyendo la manipulación religiosa que difícilmente le otorgará dividendos positivos.
Después de ocho años de ejercer el poder Bush se va por la puerta de atrás, dejando un país con severos problemas económicos, empantanado en guerras de conquista con alto costo humano y de las que Estados Unidos debería salir en corto plazo para no elevar el deshonor que significa llevar la muerte a pueblos inocentes.
Calderón, a solamente dos años de gobierno espurio, no entrega cuentas muy diferentes: más desempleo y pobreza, creciente inseguridad con un saldo de miles de ejecuciones, situación que tiene a México al borde del precipicio y con un alto riesgo de perder lo que le resta de soberanía.
Faltó que ambos son alcohólicos y que se pasan la Constitución de su país por el arco del triunfo.
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