Editorial
El titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Agustín Carstens, pronosticó ayer, durante una entrevista radiofónica, un nulo crecimiento de la economía mexicana para 2009, a consecuencia de “presiones muy fuertes a la baja en la actividad económica”. Más tarde, en una reunión con embajadores y cónsules mexicanos, el funcionario señaló que, con las acciones anunciadas en el Acuerdo Nacional en Favor de la Economía Familiar, presentado anteayer en Palacio Nacional por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, el gobierno está “dando un alivio” a las familias y las empresas del país, y aseguró que ese plan dará “resultados pronto”.
Las previsiones de Carstens empatan con el más reciente informe del Banco de México (BdeM) sobre la inflación anual –que alcanzó 6.53 por ciento en 2008, el nivel más alto en los ocho años recientes– y con el proporcionado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en torno al Índice de Confianza del Consumidor, que cayó 20.4 por ciento en diciembre pasado con relación al mismo mes de 2007. Tales indicadores, en conjunto con la baja que se prevé para 2009 en los ingresos por las exportaciones petroleras –a pesar de los seguros contratados por el gobierno federal para el precio de hidrocarburos–, la caída en las ventas de las manufacturas mexicanas –consumidas en su mayoría por Estados Unidos, una economía en recesión– y el descenso en las remesas desde la nación vecina, prefiguran un panorama económico por demás sombrío, ante el cual resulta cuestionable el efecto que pudiera tener el plan anticrisis calderonista, programa que, por lo demás, no acabó de satisfacer ni siquiera las expectativas de las cúpulas empresariales, cercanas al actual grupo en el poder.
Al día de hoy, la capacidad de respuesta del gobierno federal se muestra rebasada por una realidad que es producto no sólo de la coyuntura económica internacional, como ha insistido el propio Felipe Calderón, sino también de la falta de previsión y de estrategia de la presente administración: cuando hace meses se manifestaban los primeros indicios de la crisis en curso, las autoridades mexicanas optaron por emplear medidas que, lejos de fortalecer la economía nacional, la debilitaron: la inflación fue alentada desde el seno del grupo gobernante, como con las alzas generalizadas a las tarifas de combustibles –que el gobierno no revertirá, sólo congelará–; se continuaron políticas de contención salarial por medio de la apertura indiscriminada a productos agrícolas foráneos, y se porfió, para colmo, en un intento por desmantelar y privatizar la más importante fuente de recursos públicos: la industria petrolera nacional.
Los efectos cuantificables en términos macroeconómicos de esta cadena de descuidos y errores comienzan a conocerse con la divulgación, entre otras cosas, de los datos del Inegi, del BdeM y de las proyecciones del secretario Carstens, pero sus consecuencias inmediatas se han percibido ya en distintos ámbitos. El auge actual de la criminalidad y de la violencia que padece el país es, en buena medida, resultado del desgaste del tejido social provocado por la pobreza, el desempleo, la desigualdad, la marginación y el desmantelamiento de la industria nacional. En ese sentido, la presente crisis de seguridad está estrechamente vinculada con el desastre económico en que se encuentra hundido el país.
En suma, la situación actual demanda soluciones profundas e integrales, que vayan más allá de acciones rimbombantes pero insuficientes, y que estén enfocadas en atacar el centro del problema: el modelo económico aún vigente y las nefastas consecuencias sociales que éste conlleva.
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