Raúl Zibechi*
Unas cuatro décadas atrás surgió una nueva generación de movimientos, muy diferentes de los que hasta ese momento habían sido hegemónicos en América Latina. Este conjunto de movimientos, nacidos a comienzos de la década de 1970 y durante 1os 80, fueron muy activos en los 90, le plantaron cara al neoliberalismo, ocuparon el lugar vacante dejado por los partidos de izquierda, que se fueron plegando al modelo, y a los sindicatos, que hicieron más o menos lo mismo, con honrosas y escasas excepciones.
Estos movimientos le cambiaron la cara al continente; deslegitimaron el modelo neoliberal, o por lo menos las aristas más groseras del modelo; instalaron una nueva relación de fuerzas y modificaron el mapa político. Pese a sus diferencias, tienen algunos rasgos en común:
Convirtieron la lucha por la tierra (rural y urbana) en la conquista de territorios, o sea de espacios donde los pueblos (indígenas, campesinos, sectores populares urbanos) hacen sus vidas cotidianas y transforman las iniciativas para la sobrevivencia en modos y formas de resistencia al sistema.
Se proclaman autónomos, de los partidos, las iglesias, los sindicatos y los estados. Pero esa autonomía encarnada en territorios va de la mano de la creación de nuevos modos de vida y de ejercicio del poder, o sea de autogobierno.
Son movimientos de base comunitaria, en el sentido general del término. A diferencia de los movimientos anteriores, la pertenencia no es individual, sino familiar, y la base social de esos movimientos implica la organización colectiva de matriz comunitaria.
No son estrictamente movimientos sociales; son movimientos políticos o político-sociales, si se prefiere. La división entre lo social y lo político creada por las ciencias sociales y por la izquierda tradicional no resulta útil para comprender esta nueva generación de movimientos.
No se pueden comprender estos movimientos desde afuera, ni con una mirada fija en las estructuras visibles, aquellas que capturan la atención de los medios, las academias, las izquierdas institucionales. Hace falta una mirada interior, capaz de captar los procesos subterráneos e invisibles, lo que sólo puede hacerse en un largo proceso de involucramiento con los movimientos, no sólo con sus dirigentes. El concepto de “trabajo de campo” es limitado, ya que no contempla ni la convivencia ni la ligazón afectiva con los de abajo.
Son portadores del mundo nuevo porque producen sus vidas (de las familias y comunidades) con base en relaciones de reciprocidad y ayuda mutua, no para acumular capital ni poder, sino para crecer y fortalecerse como comunidades y movimientos. En ese sentido, creo que en los territorios de los movimientos predominan relaciones no capitalistas, no de forma pura e incontaminada por cierto, sino en pugna permanente contra los estados y el capital que buscan destruirlos. Dicho de otro modo, la producción (material y simbólica) de valores de uso ha desplazado a la producción de valores de cambio, no para siempre, ni absolutamente, sino tendencialmente.
Esto lo podemos ver en multitud de iniciativas, desde las que nacieron en ciudades como El Alto y el Plan 3000, en Santa Cruz, Bolivia, hasta los barrios piqueteros de Buenos Aires, donde construyeron sus viviendas, equipamientos colectivos, calles, servicios de agua, de salud, de educación. Miles de huertas urbanas, no sólo rurales; miles de emprendimientos productivos, cientos de fábricas recuperadas, nos hablan de que no sólo en las áreas rurales, sino también en las periferias urbanas existe enorme capacidad de producir sin patrones, sin capataces, sin división jerárquica del trabajo.
En estos mundos nacen pensamientos otros. No son ya las academias ni los partidos del sistema los que piensan a los de abajo, sino nosotros mismos nos estamos pensando. No para producir teoría o tesis, sino para potenciar el movimiento, para defenderlo mejor, para expandirlo y compartirlo con otros. O sea, no se produce teoría, sino apenas ideas fuerza para seguir caminando.
El mundo otro no puede ser representado en el mundo formal del Estado y el capital. Más aún: no puede ser representado, porque sólo es representable lo que está ausente. Creo, además, que participar en instancias estatales debilita a los movimientos y los desvía de su tarea principal, que es “fortalecer lo nuestro”. Sin embargo, hay muchos movimientos que siguen siendo combativos y que luchan por verdaderos cambios que mantienen relaciones con los estados. Éste es un debate que nos acompañará durante largo tiempo y que no tenemos otra alternativa que enfrentar del modo más unitario posible, siempre que sea un debate “entre nosotros”.
Por último, en estos territorios en resistencia existen mundos diferentes al mundo del capital y del Estado. Naturalmente, tienen sus formas de poder, con mayor o menor grado de desarrollo. La asamblea es la forma común de decisión colectiva. No parece posible un mundo sin poderes. Pero los hechos nos enseñan que puede haber poderes no estatales, o sea, poderes no jerárquicos ni centralizados; rotativos por turnos, de modo que todos y todas pueden aprender a mandar colectivamente y a obedecer colectivamente. En cada lugar y país adoptan formas diferentes, pero existen, tienen vida y ya no se referencian en el Estado como lo hicieron los sindicatos.
¿Cómo triunfa este mundo de valores de uso, femenino, comunitario, autocentrado y autodirigido, capaz de producir y reproducir la vida? No lo sabemos. Lo que vemos es que crece por expansión, dilatación, difusión, contagio, irradiación, resonancia… No crece solo, ni de forma simétrica al capital y al Estado, o sea aniquilando, destruyendo, imponiendo, digiriendo y dirigiendo. No podemos imponer el mundo otro porque lo estaríamos negando, pero podemos insuflarle vida, actuando como fermento y levadura, con la convicción de que los movimientos y los mundos otros son lo único que puede salvarnos de la catástrofe que preparan los de arriba.
* Versión abreviada del texto leído en la Fiesta de la Digna Rabia, San Cristóbal, 3 de enero.
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