María Teresa Jardí
Si estamos de acuerdo, como estaremos supongo, en la importancia del respeto, que en particular sentimos como personas por nosotros mismos, lo estaremos también, intuyo, en la importancia de sentir respeto por el pueblo, como pueblo, al que pertenecemos, en el que nacimos y en el que moriremos.
Es decir, el respeto, salta a la vista, que así como está aparejado al necesario presupuesto de ser respetable, va de la mano de la identidad que no hemos sido capaces de forjar, todavía, los mexicanos. Que es ni más ni menos lo que sí están haciendo los bolivianos, los ecuatorianos, los venezolanos, etc., lo que lograron hacer de hecho otros que habitan en el Sur del continente: argentinos, chilenos, uruguayos, que hoy lo retoman, pese a haber tenido gobiernos igual de horrendos que los nuestro. Porque vamos, el espurio Felipe Calderón, con los sesenta ejecutados de ayer, no le pide nada a Pinochet.
En fin, pongo un pequeño ejemplo que atañe a los yucatecos. Leí hace unos días en alguno de los muchos envíos que me llegan por la Red que de manera unánime o casi unánime los diputados priístas (que son la mayoría, como ustedes saben) habían votado en contra de que se consignara o recomendara a la gobernadora que garantizara la debida felicidad para los jóvenes. No tengo la cita a mano y me parece recordar que no era exactamente la palabra felicidad la utilizada, pero en todo caso estoy segura de que ese era el sentido. Yucatán es hoy de los poquísimos estados del país con un gobierno que se ocupa de escuchar a los más pobres y sin embargo no quisieron los diputados consignar por escrito, creo entender que habrá sido el motivo, lo que Ivonne Ortega hace de motu propio. Aterra regresar el sentido a la función de la prestación del servicio que es la única que justifica la existencia del gobierno.
Garantizar la felicidad de los gobernados tendría que ser --lo es de hecho, por orden constitucional, incluso, en algunos países-- la función última de cumplir el mandato de los ciudadanos que con su voto ponen en manos de quienes se convierten en gobernantes, la vida misma de los gobernados, amén de todos los haberes del erario.
Es decir, nada tiene de vergonzoso el que se obligue por mandato a los gobernantes a garantizar la felicidad de los gobernados. Felicidad que se traduce en servicios propiciatorios de una vida digna. Ni más ni menos.
Subjetivamente, me dirán ustedes, la felicidad es un sentimiento propio que para cada persona implica cuestiones diversas y es obvio que muchas de ellas no puede ni siquiera intuirlas el gobernante de manera individualizada y estaré de acuerdo, por supuesto.
Pero las condiciones de vida digna son muy claras de entender para cualquiera y por eso están contempladas tanto en la Declaraciones Universal de los Derechos Humanos: el derecho a la vida (aquí perdido del todo incluso por niños asesinados impunemente cada día); el derecho a la libertad (otra entelequia que contradicen las cárceles atiborradas de pobres, al lado de las nulas investigaciones a los cotidianos abusos de los ricos protegidos, esos sí, desde la cabeza misma de quien tiene la obligación de propiciar la vida digna para todos; el derecho a la salud (convertido aquí en monopolio la prestación del servicio que propicia la atención que garantiza la salud) etc., etc., no quiero abrumarlos con la declaración que conocen y además esos mismos derechos están consagrados por las garantías individuales que aún nos quedan insertas en el despojo irreconocible que ha dejado la derecha capitalista, luego de las reformas a modo para apoderarse de todo empezadas con Salinas (el 25 y el 27 constitucionales son el ejemplo acabado de lo que afirmo) de la Constitución que fuera la más avanzada del mundo.
Así pues, recapitulando: sólo se puede respetar lo respetable y en el caso de las personas el respeto tiene que ver con los valores y los principios, también estarán de acuerdo. Pero en el caso de los pueblos el respeto va de la mano del orgullo de ser que la identidad produce. Y es aquí donde yo encuentro que se da el quiebre que México sufre. Mañana sigo...
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