Editorial
La quinta Cumbre de las Américas, celebrada en Puerto España, capital de Trinidad y Tobago, inició ayer con expectativas en torno al establecimiento de una nueva relación entre Estados Unidos y América Latina y, en particular, con especial atención hacia dos de los protagonistas de la reunión, uno presente y el otro ausente: el nuevo gobierno estadunidense –encabezado por el presidente Barack Obama– y la República de Cuba. Al respecto son significativos, por un lado, el discurso inaugural pronunciado por la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, quien demandó el fin del bloqueo económico que Washington mantiene desde hace casi medio siglo en contra de la isla y, por el otro, la postura de los gobiernos integrantes de la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba) que, encabezados por el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, han advertido que vetarán la declaración final de la cumbre, entre otras cosas porque prolonga la exclusión de La Habana del llamado sistema interamericano.
Sin duda, mucho han cambiado los entornos regional y mundial desde que, en 1994, se realizó la primera de estas reuniones en Miami, Florida, entonces con el propósito de Washington de imponer sobre el resto de la región un proyecto de control económico, cuyo eje principal sería el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). La lógica económica dominante en aquellos años hoy se ha colapsado como consecuencia de su propio carácter depredador, y un buen número de los países latinoamericanos han optado por gobiernos y modelos alternativos al neoliberalismo que aún rige en nuestro país, en algunas naciones centroamericanas y en Colombia y Perú. Es innegable, asimismo, que tras la llegada de Obama a la Oficina Oval, hace casi tres meses, la política exterior de Washington ha dado muestras de cambios en su retórica, sus acciones y su proyección hacia el resto del mundo y que esta serie de transformaciones, en conjunto, obligan a una reconfiguración en los términos de las relaciones norte-sur en el continente.
El reconocimiento de esta necesidad por parte de los gobiernos latinoamericanos y del propio Barack Obama es sin duda un hecho positivo; sin embargo, es impostergable que este viraje comience a manifestarse en hechos más relevantes y en la rectificación de errores e injusticias históricas como las cometidas y avaladas por Washington en contra del pueblo cubano.
La exclusión de Cuba del ámbito de la política continental fue una determinación tomada en el marco de un orden bipolar y de una confrontación político-ideológica hoy superados. Adicionalmente, el empeño por mantener aislada a la nación caribeña en lo político y lo económico representa, en la circunstancia presente, una profunda inconsistencia con la política que el gobierno de Estados Unidos ha comenzado a practicar (cabe recordar que el lunes pasado el propio Obama ordenó el levantamiento de las restricciones a los viajes y el envío de remesas a la isla). Por el contrario, cuando la mayoría de los países del continente se han pronunciado a favor de la inclusión de Cuba en el sistema interamericano y del fin del bloqueo económico, el mantenimiento de las posturas tradicionales de Washington en uno y otro casos terminaría por refrendar el carácter unilateral y arbitrario que privó durante la desastrosa era de George W. Bush.
En la actualidad, además de un anacronismo y una injusticia, las restricciones de Washington hacia Cuba constituyen lastres fundamentales para lograr un mayor acercamiento y establecer una nueva relación entre Estados Unidos y las naciones ubicadas entre el río Bravo y la Patagonia. Cabe hacer votos por que el nuevo mandatario estadunidense lo tome en cuenta y por que, de conformidad con el espíritu que recorre la región, la de Trinidad y Tobago sea la última de estas reuniones en que La Habana esté ausente.
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