México-EU: realidades, propósitos y ficciones
La visita del presidente estadunidense, Barack Obama, a nuestro país permitió ponderar el estado real de las relaciones bilaterales entre México y su vecino del norte, así como los posibles alcances y los límites inexorables en los propósitos de renovación del vínculo bilateral.
Por principio de cuentas, es claro que el reciente cambio presidencial en Washington ha inyectado en la agenda de la política estadunidense hacia México –como en otros ámbitos del quehacer gubernamental de la nación vecina– actitudes novedosas. En materia de cooperación con nuestro país, y con el resto de América Latina, hay un nuevo tono de multilateralismo, de respeto, y si no de humildad, al menos de atenuación de la tradicional arrogancia imperial que caracterizaba el discurso de la Casa Blanca hacia el sur del continente.
A diferencia de su antecesor, Obama admite parte de la responsabilidad que corresponde a Estados Unidos en el desarrollo del fenómeno del narcotráfico y de la descontrolada violencia que azota al territorio mexicano; reconoce, asimismo, la importancia económica, política, social y estratégica de nuestro país como socio del suyo y propone un trabajo conjunto en esas y en otras materias.
Más allá de la relación con México, en el ámbito continental es claro que la administración de Obama ensaya un viraje de las actitudes irracionales y agresivas hasta hace poco consideradas inamovibles, como el conjunto de medidas económicas aplicadas contra la población cubana y que se conocen, en conjunto, como el embargo o el bloqueo.
Para volver a la agenda bilateral, ha de señalarse que la mera renovación del discurso es reconfortante, incluso plausible como posible detonador de actitudes nuevas en la clase política estadunidense. Sin embargo, muchos de los pasos propuestos –como la reiterada idea de que ambos gobiernos establezcan una plataforma respetuosa y coordinada para enfrentar, combatir y derrotar a las organizaciones dedicadas al trasiego de drogas, armas y capitales entre ambos lados de la frontera común– requieren no sólo de voluntades políticas compartidas, sino también de una transformación y una depuración profundas en las estructuras de gobierno y en los usos administrativos de ambas naciones.
Ante esta realidad, es claro que los cambios prometidos por Obama son, en su gran mayoría, asignaturas pendientes, que la política exterior estadunidense es casi tan neocolonial, depredadora y unilateral como lo ha sido siempre, y que la transición democrática que se pretendió operar en México se traduce, en buena medida, en la recomposición de un viejo sistema político que, siglas y colores aparte, permanece fiel a las peores prácticas corporativas, antidemocráticas y corruptas de siempre. Un ejemplo del sentido intolerante en la manera de ejercer el poder público fue la exclusión de varios coordinadores parlamentarios de la cena que se ofreció anoche al mandatario extranjero, lo que no sólo fue una grosería incompatible con las maneras republicanas más elementales, sino también una grave falta de respeto al Poder Legislativo.
En esta perspectiva, no es fácil entender cómo podrían ambos gobiernos avanzar a una relación de nuevo tipo si persisten, de uno y otro lado, ejercicios de simulación: así ocurre con la pretensión de combatir a la delincuencia organizada sin señalar a los culpables, como lo expresó la secretaria de Seguridad Interior de Washington, Janet Napolitano, en el contexto de la visita; con la consigna de fortalecer el vínculo bilateral, cuando lo que se requiere, antes que nada, es hacerlo menos injusto en todos sus términos, o con la reiteración de avanzar en la integración de dos economías sin mencionar que, en primer lugar, es preciso buscar reducir las asimetrías entre ambas, como se ha venido haciendo, más por necesidad que por buena voluntad, en el seno de la Unión Europea.
En suma, pues, los buenos propósitos expresados ayer pueden inducir algunos cambios positivos en el marco bilateral, pero no sería prudente suponer que éste se encuentra en vísperas de una transformación radical y trascendente, porque no hay realidades nacionales para sustentar semejante expectativa.
Bolivia: un atentado anunciado
La madrugada de ayer, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, elementos de las fuerzas policiales se enfrentaron a un grupo de presuntos sicarios que se encontraban en un hotel del centro de esa ciudad, con un saldo de tres muertos y dos detenidos. Según asegura el gobierno de Bolivia, a partir del análisis de documentos encontrados en el lugar de los hechos, los supuestos mercenarios preparaban un plan para asesinar al presidente Evo Morales y al vicepresidente Álvaro García Linera.
Los acontecimientos referidos tienen como inevitable telón de fondo la confrontación entre las autoridades de La Paz y los estamentos más reaccionarios de la sociedad boliviana, cuyos principales brazos políticos son los legisladores del derechista Poder Democrático Social (Podemos) y los prefectos opositores de los departamentos de Santa Cruz, Beni, Tarija y Pando. Tales sectores no están dispuestos a consentir que el país más pobre del cono sur sea gobernado por un presidente indígena y, mucho menos, por uno comprometido con las transformaciones sociales que la nación andina requiere con urgencia.
Lejos de expresar su descontento por los cauces institucionales y democráticos, la oligarquía derechista boliviana ha hecho uso sistemático de la violencia, la ilegalidad y el chantaje como medios para defender sus intereses y sus históricos privilegios y, por ello, no resulta descabellado suponer que pudiera estar involucrada en la reciente conjura para atentar contra la vida de Evo Morales. De hecho, debe recordarse que en septiembre de 2007, en el marco de los trabajos de la Asamblea Constituyente, las autoridades bolivianas descubrieron y dieron a conocer públicamente un plan para tumbar al indio de mierda (sic) –en alusión al mandatario–, que circulaba en panfletos en las ciudades de Sucre y Santa Cruz. Estos antecedentes abren una perspectiva por demás desoladora e indeseable: que la nación sudamericana vive, en la circunstancia presente, una regresión histórica a los tiempos del golpismo que se pretendía estuvieran ya superados en ese país, y que ello es reflejo de la fragilidad que acusa el Estado boliviano en su conjunto.
Ante tales consideraciones es obligado que la comunidad internacional otorgue su respaldo total e inequívoco al presidente boliviano, y repudie las conjuras oligárquicas que tienen lugar en contra del gobierno legal y democráticamente constituido de Evo Morales.
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