Luis Hernández Navarro
La modernización neoliberal en México ha tenido efectos devastadores para la mayoría de la población, el medio ambiente y los recursos naturales. Dos caras de la misma moneda: esa modernidad ha levantado unos cuantos enclaves urbanos de lujo y prosperidad que concentran infraestructura y seguridad pública, rodeados por enormes territorios donde los servicios públicos son escasos o inexistentes. El Estado cuenta cada vez con menos herramientas para regular los excesos del mercado y cumplir sus funciones redistributivas y asistenciales básicas.
Por todo el país se extienden la informalidad laboral y el empleo precario. La emigración y el narcotráfico se han convertido en una de las pocas opciones de sobrevivencia y movilidad social para millones de familias. Cada año emigran a Estados Unidos cerca de medio millón de seres humanos que en conjunto envían a sus parientes alrededor de 22 mil millones de dólares. Unas 500 mil personas se dedican a actividades relacionadas con la producción, venta y tráfico de drogas. Al menos 150 mil de ellas están armadas. Esa actividad deja a la economía nacional alrededor de 25 mil millones de dólares.
El desastre ambiental ha adquirido proporciones mayúsculas. Maquiladoras, desarrollos turísticos, nuevos centros poblacionales y de explotación petrolera degradan la ecología a niveles cada vez más dramáticos. Los mantos freáticos están agotados y contaminados por la urbanización salvaje y la agricultura comercial destinada a la exportación. La calidad del agua de la mayoría de los ríos es deplorable. Simultáneamente florecen campos de golf, unidades habitacionales de lujo, grandes malls, clubes deportivos y parques acuáticos.
Rodeando a las grandes ciudades, crecen como hongos todo tipo de basureros. El apetito de las grandes empresas mineras avanza con voracidad inaudita, prácticamente sin cortapisas, sobre recursos naturales ubicados en áreas naturales protegidas.
La glotonería insaciable de los capitales ha crecido a expensas de los servidores públicos, a quienes se les ha privatizado su sistema de pensiones y jubilación y se les han recortado sus conquistas laborales. El fantasma de la privatización educativa avanza sobre la educación pública, arguyendo la necesidad de mejorar la calidad de los servicios ofrecidos. La industria turística presiona para desamortizar el patrimonio histórico y cultural y levantar nuevas Disneylandias en zonas arqueológicas.
Esta devastación enfrenta día a día una fuerte resistencia de quienes se han convertido en nuevos damnificados. Pueblos, comunidades, ciudadanos, científicos y organizaciones populares se oponen a una modernización que expropia sus bienes, deroga sus conquistas, viola sus derechos humanos, los excluye y daña.
Por todo el país han surgido multitud de luchas contra los basureros tóxicos, la construcción de nuevas presas, la contaminación de los ríos, la explotación minera, los desarrollos inmobiliarios, el desvío de agua hacia centros urbanos, la construcción de carreteras y campos de golf, así como a la destrucción de manglares. Miles de maestros se han movilizado en contra de la nueva Ley del ISSSTE y la Alianza por la Calidad de la Educación. Ciudadanos, pobladores, trabajadores y académicos han presionado para echar atrás los proyectos que buscan hacer del patrimonio histórico y cultural el soporte de espectáculos estilo Las Vegas.
Muchas de estas protestas permanecen en el plano local. Sus protagonistas han retomado y reinventado los lazos de cooperación y solidaridad que la modernización salvaje ha tratado de sustituir a favor de la competencia y el individualismo.
Algunas expresiones de descontento se han dado a sí mismas plataformas organizativas regionales y, en algunos casos, nacionales. Es el caso de la Asamblea de Afectados Ambientales, de quienes rechazan la construcción de nuevas presas o de los que se oponen a la minería salvaje. Es también la ruta que siguen los maestros del sistema público que buscan descarrilar el proyecto de privatización educativa en marcha.
Parte significativa de estos núcleos de descontento popular se identifican en la otra campaña. Algunos otros son parte de la cruzada que encabeza Andrés Manuel López Obrador, o han tratado de acercarse a ella para hacerse visibles y potenciar su capacidad de negociación. Muchos más se rascan con sus propias uñas.
Aunque reiteradamente los gobiernos estatales los han acusado de ser instrumento al servicio de partidos políticos de oposición, éstos casi no participan en la mayoría de estos movimientos. En sus filas hay, sí, antiguos militantes de esos organismos que se han alejado de la política institucional, profundamente decepcionados. “Na’ más se acercan al nopal cuando hay tunas”, dicen con amargura quienes pelean abajo.
Las mujeres desempeñan un papel fundamental en estas luchas. Con frecuencia son la columna vertebral de las organizaciones. Es común encontrar antiguos líderes sociales de larga trayectoria en distintos tipos de movilizaciones.
Los canales de interlocución que estos movimientos tienen para resolver sus demandas son, generalmente, escasos o inexistentes. No tienen con quién tratar en las distintas instancias gubernamentales. Con frecuencia, las administraciones públicas de todos los signos políticos les han respondido con la represión.
La resistencia a la modernización salvaje ha provocado el surgimiento de un nuevo tejido asociativo, en muchos casos distante de las antiguas organizaciones sociales y del intento de hacer de los partidos políticos los canales para gestionar sus demandas desde la esfera parlamentaria.
Este nuevo tejido asociativo es expresión de la crisis del modelo de mando-obediencia que se vive en todo el país. Es un actor sociopolítico emergente que, en el contexto de la actual crisis, irrumpirá en la vida política nacional con vigor y protagonismo inusitado.
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