Horizonte político
José A. Crespo
José A. Crespo
Los partidos suelen quejarse cuando entre sí se aplican el famoso albazo. Ahora fueron ellos los que propinaron uno a los ciudadanos.
Tal vez de manera deliberada, cuando la atención ciudadana se concentra en la epidemia viral, los congresistas se apresuraron a aprobar un buen número de reformas e iniciativas y eludieron así el debido debate público y el escrutinio ciudadano sobre cada una de ellas. Los partidos suelen quejarse cuando entre ellos se aplican el famoso albazo y a veces lo evitan a través de tribunazos. Ahora fueron ellos los que aplicaron un albazo a los ciudadanos, por decirlo así. De las muchas reformas aprobadas en estos días está la iniciativa para la protección de los derechos colectivos, consistente en que un grupo de ciudadanos pueda interponer una queja jurídica por alguno de los múltiples abusos que cotidianamente cometen diversas empresas y corporaciones en contra de los consumidores. Es claro que para un particular al que se le ha esquilmado, por ejemplo, 200 pesos, no valdrá la pena interponer una queja contra la corporación que lo robó, ni en tiempo ni esfuerzo, pues la probabilidad de ganar de forma aislada es infinitesimal (si se considera, además, que el sistema mexicano de justicia cede más fácilmente al dinero que a la razón). La idea de los derechos colectivos es entonces reducir el costo a los afectados por un mismo abuso y elevar las probabilidades para que se les haga justicia, sistema que ya han adoptado diversos países avanzados o están en el serio empeño de serlo (como Brasil o Colombia).
Pero como México ni es avanzado ni al parecer quiere serlo (o al menos los legisladores no procuran que así suceda), entonces esa iniciativa fue modificada por los diputados y desvirtuaron ese derecho. El 23 de septiembre, la Gaceta Parlamentaria de la Cámara baja publicó un proyecto en el que se adiciona un párrafo al artículo 17 constitucional en el que se aclara que los derechos colectivos “podrán ser ejercidos por los órganos federales del Estado competentes en estas materias, por sí o a petición de los interesados”, instituciones tan confiables y eficaces como la Profeco, la Condusef y la Profepa, siempre tan preocupadas por los ciudadanos. En otras palabras, que las cosas seguirán más o menos como hasta ahora. Además, al llevar la reforma a la Constitución, se elimina la posibilidad de que los estados aprueben legislaciones más avanzadas y realmente tutelares de los derechos colectivos de los ciudadanos, como una que se halla en la Asamblea del DF y sí permite la representación ciudadana directa. La reforma aprobada por los diputados contraviene igualmente acuerdos internacionales en la materia, signados por nuestro país pero, como siempre, desconocidos en la práctica.
Por lo cual la reforma puede considerarse como una enorme victoria de las grandes corporaciones privadas y la consecuente derrota de la ciudadanía, misma que debemos agradecer a nuestros “representantes” en el Congreso. Representantes a los cuales no podemos exigir eficazmente nada, al contrario de lo sostenido por la publicidad del IFE, pues ni siquiera tenemos con qué premiarlos o sancionarlos de manera personalizada, dada la ausencia de reelección parlamentaria consecutiva, una gran anomalía democrática. En efecto, es significativo que dicha iniciativa se haya aprobado de manera consensuada, es decir, los partidos optaron por subordinar —una vez más— nuestros intereses, el de sus presuntos representados, por los de los grandes poderes fácticos, a quienes en realidad representan y defienden en el Congreso (además de a sí mismos). Ahí no pudo notarse diferencia alguna de posición o resolución entre partidos tan formalmente antagónicos como el PAN y el PRD, pasando por el PRI. La importancia de esta reforma (que podría ser modificada en el Senado) exige que sea discutida a fondo, y no aprobada en fast track, como ocurrió en la Cámara baja. No ha transcurrido mucho tiempo desde que la colega Denise Dresser les echara en cara a los legisladores comportarse como “empleados de los intereses atrincherados” y, al gobierno, como “empleado de las personas más poderosas del país”. Legisladores y gobierno son parte —dijo, con razón— de “un sistema político que funciona muy bien para sus partidos pero muy mal para sus ciudadanos” (23/I/09). Discurso que fue efusivamente aplaudido por nuestros “representantes”, probablemente con el fin de ocultar la vergüenza que, a veces, les provoca escuchar verdades. Hoy, los partidos políticos nos han dado un nuevo palo, pero, eso sí, piden nuestro voto como respaldo y anuencia para seguir dándonos de palos sin que podamos siquiera meter las manos.
Muestrario. Generar una imagen de gran peligro y después controlar la epidemia con pocas bajas podría tener dos efectos políticos antagónicos: A) que los gobiernos respectivos sean aplaudidos debido a su gran eficiencia y a haber sacado al país de esa amenaza; B) que se les responsabilice por haber sobredramatizado tanto que la imagen proyectada fuera del país fue desproporcionada respecto a la situación en que nos hallábamos, con costos no sólo de discriminación, sino una grave caída del turismo por quién sabe cuánto tiempo. Habrá que ver cuál valoración prevalece en la opinión pública. Y aunque son deleznables los actos de discriminación por parte de gobiernos y ciudadanos de otros países, ejercidos contra mexicanos por el sólo hecho de serlo, ¿qué podemos esperar si entre nosotros mismos se registraron también casos de discriminación, y no sólo con malas miradas, sino a pedradas, y con llamados de autoridades locales a los chilangos para que “se guarden”? Finalmente, algunos especialistas dicen que determinar el origen del virus y comprender por qué pegó aquí antes que en otras partes y por qué aquí provocó muertes, no tiene mayor importancia desde el punto de vista epidemiológico. No estoy seguro, pero sí lo estoy de que esclarecer tales incógnitas tiene una gran importancia política.
La reforma puede considerarse como una enorme victoria de las grandes corporaciones privadas.
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