Porfirio Muñoz Ledo
Surgió en el cierre de campaña la comparación entre el significado del golpe en Honduras y el que pretende consumarse en Iztapalapa. Aunque la escala sea distinta, el símil vale si se miran los procedimientos e intenciones últimas de ambas violaciones al estado de derecho.
Los provocan oligarquías atrincheradas en reductos feudales, expertas en prebendas y manipulación de la gente. También, de mamparas judiciales que esconden el rechazo al dictado de la soberanía popular y, en el extremo, hasta el intento de una solución negociada por el encuentro de un tercero en discordia.
Se pensaba que el respeto al sufragio en América Latina permitiría nivelar el terreno de la lucha social a través de las instituciones democráticas. El avance y radicalización de la izquierda determinaron el inicio de un movimiento de contención - complotista y fraudulento. Lo vimos en México a partir del desafuero, asomó en la intentona separatista de Bolivia y ahora se evidencia en Honduras.
Todo empieza con la “conversión ideológica” de Manuel Zelaya -empresario e hijo de terratenientes-: su discurso social, su ingreso al ALBA y su iniciativa de una nueva Constitución. Esos corrimientos amortiguaron los conflictos del Presidente con el vigoroso movimiento popular y las organizaciones sindicales, pero detonaron las artillerías del bloque económico dominante, aliado a una clase política resentida.
El dilema que derramó el vaso lo conocemos bien: ¿cómo emprender una reforma profunda de la Constitución, casi imposible de lograr según los procedimientos que ésta prevé? Otros países han respondido mediante un plebiscito que desata la convocatoria a una asamblea constituyente. Zelaya apenas intentaba una consulta, no obligatoria ni vinculante; sin embargo fue derrocado.
La condena de la comunidad internacional pareciera reflejar un cambio de época. Lejanos están los días en que batallábamos, a contracorriente de la política norteamericana, por el repudio a las dictaduras militares. No recordamos que la ONU haya demandado en casos semejantes “la inmediata e incondicional restauración del gobierno legítimo”, ni que la OEA haya actuado con tanta diligencia.
Voces de la derecha han censurado la posición -clara esta vez- del gobierno mexicano. En ella ha contado la tradición de la cancillería y que la presidencia del Grupo de Río nos colocaba en situación comprometida. Igualmente, la carga de conciencia de Calderón y el remojo de sus propias barbas, que lo obligaban a definirse, en el escenario internacional, al lado de la causa democrática.
Más significativa es la declaración de la Casa Blanca contra ese “acto ilegal” y su acción diplomática armonizada con los gobiernos latinoamericanos. Coincide con el nombramiento como Subsecretario de Estado de Arturo Valenzuela, defensor de la legalidad, demócrata de cepa y colaborador de este diario.
En nuestras andanzas académicas hemos bregado por el rediseño institucional de los estados, como condición de transiciones exitosas. De eso se trata hoy y de algo más: abrirnos a la innovación democrática, de modo que la correlación de fuerzas favorezca los cambios económicos que nos otorgarían gobernabilidad duradera.
Requerimos cerrar el paso al predominio oligárquico en las decisiones políticas mediante un Estado fortalecido, eficiente y societario. Lo acontecido en Honduras no sólo acusa la debilidad de la autoridad civil ante el Ejército, sino la urgencia de redefinir sus atribuciones y someterlas al imperio de los derechos humanos.
Involucra asignaturas esenciales como la implantación de la democracia directa y participativa, la regulación constitucional de los medios y la adopción de modelos políticos que propicien la rendición de cuentas, el acotamiento de la corrupción, la descentralización del poder y la revocación de los mandatos.
Esas son en México las tareas del nuevo Congreso. Si fallase, queda el recurso de la convocatoria a un Constituyente. Confío en que no tendríamos una suerte parecida a la de Zelaya.
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