sábado, julio 25, 2009

Refundación progresista

Porfirio Muñoz Ledo

Durante los actos de campaña arreciaron los cuestionamientos sobre la izquierda. No es fácil responderlos, cuando se dirigen al comportamiento de los partidos o evidencian el abismo que media entre el descontento social y la mediocridad de los mensajes que rehúyen un programa de cambio verdadero.
La réplica es en apariencia sencilla: los partidos no son las ideologías: cuando mucho las simbolizan pero casi siempre las usufructúan. La izquierda, como la derecha, no son organizaciones, sino maneras de ver el mundo, actitudes vitales o coaliciones de intereses. De ahí la expresión original “tomar partido”.
En las democracias occidentales primero fueron las libertades ciudadanas y luego se conformaron los partidos, como una evolución de los clubes y núcleos de resistencia. Aquí procedimos al revés: se promovieron constitucional y económicamente los partidos antes de que se instaurara el sufragio efectivo.
El proceso de apertura y pluralidad se dio bajo el control y en beneficio de los partidos. Ellos deciden la forma de reproducción y reparto del poder, pero se niegan a regular su ejercicio y su devolución a la sociedad. El Estado se ha vaciado de autoridad y los ciudadanos no se sienten representados en el gobierno.
Vivimos una etapa tardía e imprevista de la reforma política de 1979. Entonces se trataba de otorgar espacios a las oposiciones para efectos de distensión. Las reformas que realizamos después las instalaron en el interior de la casa sin desalojar a sus antiguos moradores ni acondicionar el inmueble. Promiscuidad irresponsable de la que se aprovecharon los vecinos y hasta los transeúntes.
La gente demanda respuestas claras y una acción consecuente: ¿cómo vamos a llegar al gobierno para transformar al país? Si es por la vía electoral se requiere una metamorfosis cabal de los partidos, que suelen estorbar o claudicar. Los ámbitos de poder conquistan, pueden ser útiles, pero a menudo sólo prueban que no quieren el cambio de modelo que pregonan.
Escribe Rodríguez Araujo sobre el PRD: “es imperdonable su incapacidad para aprovechar la crisis que vive el país con propuestas alternativas. Tenían la mesa servida y la volcaron”. Muchos dirigentes no se conducen con la lógica del señor, sino con la del sirviente. Piensan que, pareciéndose a los que mandan, incrementarán su influencia por concesión o contagio. El camaleonismo es, con frecuencia, expresión de un complejo de clase.
Hablan de refundación cuando apenas pretenden una refundición: revolver los mismos componentes en un recipiente más presentable. Otros reconocen su hundimiento en un “pantano”, de parálisis y agonía, pero no reparan en las causas del problema y sólo algunos, como Flores Olea, llaman a una “lucha mucho más profunda e imaginativa, amplia y radical” que colme la “perfecta lejanía” de los escaladores con la sociedad.
El salto en la mitad del ruedo del antiguo caudillo confirma la decadencia. Habla desde una autoridad moral que hace tiempo perdió y a nombre de una izquierda en la que dejó de militar. Sus llamados a la legalidad interna y a la coherencia ideológica revelan una amnesia patética. Le bastaría releer mi renuncia al partido en enero del 2002 para recordar los orígenes de los extravíos que hoy condena.
Bien está que se discuta la creación de un partido-frente y la eventual fusión de las organizaciones existentes. La suma de sus votos hubiese arrojado, mecánicamente, 13 victorias distritales más y modificado de modo sensible los resultados municipales. Es todavía más necesario disipar las confusiones, liquidar el arribismo y redefinir el proyecto.
La cuestión de fondo es la voluntad efectiva de acceder al poder. Los fantasmas de 1988 y 2006 nos persiguen. Nuestra tarea es vincular los planos de la inteligencia, las organizaciones civiles y la movilización social. Refundar las izquierdas, en concepto y capacidad decisoria.

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