Félix Sautié Mederos
Los años van transcurriendo inexorablemente sin que muchas veces comprendamos, a cabalidad, el real significado para nuestra existencia de ese movimiento imposible de detener. En este peregrinaje, somos acompañado por personas e incluso animales afectivos que se relacionan con nosotros, unas veces de forma muy afectuosa y otras menos, pero esas compañías se convierten en circunstanciales y no permanentes en una gran cantidad de casos porque algunos van muriendo, otros se marchan de nuestro entorno alejándose geográfica y ocasionalmente de forma espiritual y, en la medida que suceden estos hechos, una soledad existencial nos irá embargando con la comprensión de que en la existencia terrenal, nuestra vida y nuestros compromisos con los demás tienen una intensa impronta personal que nunca deberíamos perder de vista para volcarnos hacia los demás con un amor sin límites en el tiempo que nos relacionamos, dejando a un lado odios y rencores que nos convertirían en seres aún más solitarios de lo que somos por naturaleza primigenia humana.
En esta dirección, hace algunos días que dos hechos familiares me alegraron y me entristecieron: uno fue el nacimiento de mi primera sobrina nieta en Costa Rica, Jimena, nieta del hijo de mi fallecido hermano Rolando; la segunda, la muerte de la última tía viva de mi esposa que se llamaba Ángela Esther. Tuve, ante mí, una representación intensa de esa dialéctica de que les estoy hablando y que todos, sin excepción, vivimos tarde o temprano, de acuerdo con las coyunturas y realidades de nuestra existencia personal.
A Jimena, la conozco ahora sólo por fotografías y no sé si algún día pueda conocerla personalmente, dadas las circunstancias de la diáspora que nos aqueja; pero la tía de mi esposa era alguien a quien conocí personalmente, se encontró dentro de mi entorno familiar y ya no la podré ver más ni siquiera ocasionalmente, sólo cuando la resurrección de la vida que Jesús nos anunció.
Ambos hechos fueron alegría y dolor que se mezclan y dan el componente real de la existencia, que debemos asumir con un sentido positivo para continuar adelante con el propósito de cumplir con el rol existencial que a todos nos corresponde, de acuerdo con nuestra ubicación y circunstancias. Cuando traspasamos los límites de edad que nos sitúan en una tercera fase de la vida, vemos cómo se van definitivamente, hacia otros planos y dimensiones, muchos de los que nos acompañaron en el peregrinaje terrenal y tomamos una más intensa conciencia de que en algún momento también nosotros lo haremos.
En estas circunstancias, la alegría de vivir, lo positivo de actuar con rectitud y justeza, el amor que lo sana todo, deberíamos asumirlos con toda la intensidad que nos sea posible para que los que nos rodean se sientan mejor acogidos y se estimulen a continuar adelante con las realidades individuales y colectivas que les toca enfrentar, porque esa es una forma concreta, aunque la mayoría de la veces pequeña, de edificar el futuro en que pueda surgir un mundo mejor verdaderamente posible.
El gran reto de la vida está en la transmutación de lo que se presenta como lo malo en lo bueno, que todos tenemos que forjar dejando a un lado lo egoísta que nos impide valorar al prójimo. Decir no a la injusticia, a las guerras, a las compulsiones de fuerza por encima de la razón y buscar la verdad que nos hará mejores personas constituye una lección importante con la que despido a mi tía política y recibo a mi sobrina nieta.
fsautie@yahoo.com
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