Editorial de La Jornada
El Tribunal Constitucional italiano determinó ayer la inconstitucionalidad del llamado laudo Alfano, una disposición legal impuesta por la mayoría parlamentaria para garantizar la impunidad del primer ministro Silvio Berlusconi. Ese fallo desbloquea los procesos judiciales contra el magnate que encabeza el gobierno de Italia y, de esa manera, abre una perspectiva de restauración democrática y republicana en esa nación mediterránea. Tras señalar que la inmunidad jurídica que Berlusconi se concedió a sí mismo por medio de sus diputados viola el principio de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, el máximo tribunal posibilita la continuación de los juicios por corrupción que habían quedado suspendidos, especialmente uno por un soborno de 600 mil dólares al abogado inglés David Mills, para que rindiera falso testimonio, y otro por la compra ilegal de derechos televisivos –en lo que parece ser un caso de lavado de dinero– por parte de Mediaset, el cuasi monopolio mediático propiedad de Berlusconi, por añadidura.
El hecho jurídico referido estrecha y complementa, por la vía legal, el declive político del empresario, cuya popularidad ha venido cayendo en forma sistemática desde que salieron a la luz las posibles relaciones sexuales mantenidas por Berlusconi con muchachas menores de edad, así como las fiestas, amenizadas con prostitutas de lujo, que organizaba en su mansión de Cerdeña.
En una primera impresión es sorprendente, por decir lo menos, que la ciudadanía italiana haya tenido que enterarse de tales hechos para empezar a castigar al magnate con una reducción de sus índices de popularidad, sobre todo cuando es un secreto a voces en el país que la trayectoria política y corporativa de quien se hace llamar Il Cavaliere está construida sobre cimientos delictivos que van desde la doble contabilidad en sus empresas hasta su posible participación en la conjura que culminó con el asesinato del magistrado Paolo Borsellino, quien, semanas antes de ser víctima de un atentado con explosivos, en 1992, en Palermo, había denunciado públicamente la relación entre Berlusconi y capos de la mafia siciliana, como el sanguinario Totó Riína, arrestado un año después y hoy sentenciado a varias cadenas perpetuas. Mejor documentados están los vínculos del aún primer ministro con su antecesor en el cargo Bettino Craxi, quien recibió, además del respaldo electoral de la mafia, jugosos apoyos económicos de las empresas de Berlusconi a cambio de permitir que éste se hiciera con la propiedad de la mayor parte de los medios de comunicación relevantes en Italia.
El poder mediático que Il Cavaliere obtuvo de ese proceso explica, al menos parcialmente, el enorme margen político del que ha gozado en las pasadas dos décadas y que le ha permitido encaramarse a la jefatura de gobierno en cuatro ocasiones (1994-1995, 2001-2005, 2005-2006 y del año pasado a la fecha). Desde esa máxima posición de poder, Berlusconi ha ido tejiendo una amplia red de complicidades para garantizarse la impunidad a sí mismo y a sus allegados.
La trayectoria del empresario y político milanés es aleccionadora de los vastos poderes fácticos y de su capacidad de moldear la opinión pública –lo que Noam Chomsky denomina fabricación del consenso– para llevar a la cúpula de las instituciones a representantes de los intereses empresariales –los suyos propios, en el caso del aún primer ministro de Italia– y generar, en provecho de los mismos corporativos, distorsiones mayúsculas en la vida política. Ciertamente, Italia no es el único caso de esta clase de desvíos trágicos.
Hoy da la impresión de que la deprimente era Berlusconi puede estar llegando a su fin: el pasado sábado unas 300 mil personas marcharon por las calles de las principales ciudades italianas para repudiar los intentos de Berlusconi por acallar a los pocos medios críticos que aún quedan en el país. A esas manifestaciones esperanzadoras se sumó, ayer, el fallo ya referido del tribunal constitucional. Cabe esperar que, a la brevedad, la sociedad italiana logre, por los mecanismos institucionales establecidos, sacar al político derechista del Palacio Chigi y llevarlo ante los tribunales para que responda al menos por los más graves delitos que se le atribuyen, y poner fin de esa manera a un permanente factor de vergüenza para Italia y para el conjunto de la Unión Europea.
Comentario: Ojalá así vayan cayendo los capos de las oligarquías con sus medios de comunicación que tantísimo daño hacen.
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