15 octubre 2009
Las calles se llenan de personas que defienden de todo. Sus cotos de poder corrupto o un puesto de trabajo digno; muchos defienden la injusticia de siglos de pobreza, otros su cómodo puesto de aviadores sindicales. Otros protegen sus canchas de tenis de superlujo y la posibilidad de manipular a miles de personas para avalar el sindicalismo charro electorero.
Cada persona que marcha tiene motivos personales, algunas defienden sus valores y otras sus intereses superfluos.
Otros les miran con recelo, descalifican su movilización y de pronto ya no hay personas: hay enemigos a muerte. Columnistas que escriben filtraciones desde el poder, otros que descalifican y se burlan de quienes marchan señalándoles como el mal del país. Otros les aplauden y les reivindican como si fueran todos santos, víctimas del sistema. Y la ira se retroalimenta.
Cada cultura construye sus propias justificaciones de las conductas violentas de sus miembros, provee normas como excusas culturales de la violencia, verbal, escrita o física. Lo peligroso es que estas prácticas cada vez más comunes en México ayudan a deshumanizar a los grupos que disienten.
La violencia alimenta la desconfianza, el odio. Millones ya no saben qué y en quién creer y aseguran que el país está podrido.
Lo malo de un país podrido es que las personas dejan de mirarse mutuamente como humanas, se cosifican como objetos descompuestos, incapaces de transformarse y crecer, de arrepentirse y mejorar. Hay quienes por la frustración sufren de embotamientos afectivos y dificultades para discriminar entre los estímulos externos y diferenciar entre lo verdaderamente esencial y lo que no lo es; lo que es honesto y lo deshonesto.
La moral y la ética tienen una mala fama en nuestro país. Fernando Savater dice que la ética es el saber vivir: el arte de discernir lo que nos conviene (lo bueno) y lo que no nos conviene (lo malo). El maestro nos recuerda que hay que inventar soluciones razonadas. México no se pudre, pero abonamos su descomposición cuando nos negamos a hacer una reflexión ética, cuando decidimos seguir animando el odio sin tomar decisiones informadas para negociar los conflictos y diferenciar entre los truhanes y las víctimas.
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