Prensa Latina
El mensaje discriminador, cada vez más descarnado, enseña que para alcanzar el probable triunfo anunciado vale salir de compras con mayor frecuencia, aclararse el cabello, depilarse el cuerpo y la mente, y someterse a la tiranía de un régimen alimenticio estresante.
Las trasnacionales mediáticas y sus repetidoras nacionales aumentan sus dividendos con el manejo de poderosas armas: la información, la publicidad y el entretenimiento. La combinación de éstas les permite imponer estilos de vida e intereses: el individualismo, el consumismo, la pérdida de identidad y la dependencia en todos los órdenes.
Los códigos inoculados por los megamedios y sus sucedáneas incitan a mujeres y hombres a dedicar más tiempo al cuidado de la apariencia, que a pensar. Simplificar parece ser la fórmula mágica.
La relativización de las posiciones políticas, económicas y otras; la ambigüedad de los personajes y situaciones; la superficialidad al representar el entramado social y a los actores, tratan de frenar la aspiración humana de entender lo que acontece.
Ésa no es cuestión que deba preocupar, sugieren en clave subliminal los agentes de la difusión en esta era de monopolios mediáticos preestablecidos, respetuosos de los preceptos más turbios de la concepción nacionalsocialista alemana acerca de la propaganda.
La rigurosa jerarquía impuesta mantiene sólo a ciertas televisoras y periódicos como referentes de la información circulante por el mundo, quienes exhiben sin recato el traje de soldados e indispensables engranajes de la organización y ejecución de planes dirigidos a avasallar voluntades.
De acuerdo con el comunicador Alberto Rojas Andrade, los encargados de promover o justificar guerras alientan la desmoralización, el olvido y la ignorancia.
Lejos de promover la educación cívica y arrojar luces sobre lo que acontece en cualquier parte, metamorfosean la realidad según los intereses de sus patrocinadores e incentivan la degradación ambiental, el despilfarro, el consumismo y la violencia, añade.
En vez de cubrir el déficit de identidad ascendente en nuestras sociedades occidentalizadas –por la quebradura de pilares básicos como la familia, la iglesia católica y otras instituciones–, los predestinados a formar opinión pública tratan a los seres humanos como vil mercancía.
El respeto a las leyes de la información hace mucho cedió el terreno a la producción de noticias bajo las leyes de la oferta y la demanda. Hasta los mejores intencionados adaptan sus formas de decir y hacer, con el propósito de insertarse en el mercado y vender mejor.
En ese esfuerzo, los medios de difusión masiva siguen las leyes de la retórica y otras dominantes en la cultura de masas. Prevalecen los efectos de emisión, simplicidad, espectacularidad, maniqueísmo, velocidad, urgencia, e instantaneidad, en el sentido de la velocidad en tiempo real.
Esa última, gracias a la magia de internet, destruyó la obediencia al período necesario para elaborar las noticias y destapó la premura por transmitir, en el orden técnico meramente, en desmedro de la verificación oportuna de datos y de la calidad del producto comunicativo en general.
El valor de la información ahora descansa en la agilidad con que llegue a los receptores, luego de ocurrir el hecho noticioso, y el de los medios de difusión masiva, en su capacidad de competir por llegar primero a vender.
La gratuidad en los servicios de esta naturaleza, cultura impulsada también por la red de redes, perturba a su vez los mecanismos comerciales de la información, señala el doctor en semiología e historia de la cultura, Ignacio Ramonet.
Los gratuitos crecen, en la misma medida en que otra vía se impone para captar el beneficio económico por los mensajes. “El negocio consiste en vender ciudadanos a los anunciantes”, define el francés.
Los vendedores de productos comunicativos batallan por atrapar a más receptores en esta época y recibir, en proporción, más solicitudes de campos para publicidad.
Para ello, la información tiene que bajar su nivel de elaboración, reajustarse para atrapar al menos interesado en consumirla. Cuanto más atrayente y sencilla sea ésta, más numerosos serán los que se le acerquen y el medio ganará más interesados en publicar sus anuncios en él.
Tantos leen, escuchan o miran un medio, tantos pueden ser capturados por los promotores de los bienes de la sociedad de consumo.
La urgencia en modificar el funcionamiento estructural de la información, para lograrlo, redunda en el descuido de parámetros esenciales como la verdad, siempre subjetiva y en función del punto de vista de quien la transmite.
La globalización neoliberal, impensable sin el progreso desmesurado de las comunicaciones en su arista tecnológica, modificó todas las estructuras de funcionamiento de la sociedad.
Este fenómeno, esencialmente económico, implicó el aniquilamiento de las barreras a la circulación de los capitales al desmaterializar el mercado de cambio.
La revolución digital, hija de un proyecto encaminado a agilizar el trasiego de capitales y no a proporcionarnos el placer del amor o la amistad a despecho de distancias físicas, creó un sexto continente, internet, e impulsó la fusión de empresas especializadas en materia comunicativa.
Texto, imagen y sonido, andan tomados de la mano por las autopistas del ciberespacio, mientras se fortalecen los pulpos integradores de las principales esferas de la información.
La rentabilidad es la única preocupación de estas megaempresas, en tanto los medios, convertidos en actores dominantes en sociedad a partir de su matrimonio con el poder financiero, asumen el papel de aparatos ideológicos de la globalización.
Ramonet explica que ésta penetra con el apoyo del ahora segundo poder –detrás del financiero y por delante del político–, que la estableció y defiende como sinónimo de progreso o modernidad.
Aparejada a esta idea, corre una orientada a inmovilizar cualquier síntoma de resistencia, sustentada en la tesis de la imposibilidad de luchar contra la pareja infernal que suponen los medios y el poder financiero.
La voluntad política de supeditar a ambos es un arma temida por los adalides del sostenimiento de la ideología globalizadora.
No es gratuito que esta expresión de resistencia a la intensión de dominar el mundo sea la más atacada por el aparato mediático en este siglo.
De ello dan fe las múltiples maquinaciones contra el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y su líder Hugo Chávez; el presidente ecuatoriano Rafael Correa; y sus pares Evo Morales (Bolivia), Cristina Fernández (Argentina) y Daniel Ortega (Nicaragua), por sólo citar algunos.
Las trasnacionales mediáticas y sus repetidoras nacionales aumentan sus dividendos con el manejo de poderosas armas: la información, la publicidad y el entretenimiento. La combinación de éstas les permite imponer estilos de vida e intereses: el individualismo, el consumismo, la pérdida de identidad y la dependencia en todos los órdenes.
Los códigos inoculados por los megamedios y sus sucedáneas incitan a mujeres y hombres a dedicar más tiempo al cuidado de la apariencia, que a pensar. Simplificar parece ser la fórmula mágica.
La relativización de las posiciones políticas, económicas y otras; la ambigüedad de los personajes y situaciones; la superficialidad al representar el entramado social y a los actores, tratan de frenar la aspiración humana de entender lo que acontece.
Ésa no es cuestión que deba preocupar, sugieren en clave subliminal los agentes de la difusión en esta era de monopolios mediáticos preestablecidos, respetuosos de los preceptos más turbios de la concepción nacionalsocialista alemana acerca de la propaganda.
La rigurosa jerarquía impuesta mantiene sólo a ciertas televisoras y periódicos como referentes de la información circulante por el mundo, quienes exhiben sin recato el traje de soldados e indispensables engranajes de la organización y ejecución de planes dirigidos a avasallar voluntades.
De acuerdo con el comunicador Alberto Rojas Andrade, los encargados de promover o justificar guerras alientan la desmoralización, el olvido y la ignorancia.
Lejos de promover la educación cívica y arrojar luces sobre lo que acontece en cualquier parte, metamorfosean la realidad según los intereses de sus patrocinadores e incentivan la degradación ambiental, el despilfarro, el consumismo y la violencia, añade.
En vez de cubrir el déficit de identidad ascendente en nuestras sociedades occidentalizadas –por la quebradura de pilares básicos como la familia, la iglesia católica y otras instituciones–, los predestinados a formar opinión pública tratan a los seres humanos como vil mercancía.
El respeto a las leyes de la información hace mucho cedió el terreno a la producción de noticias bajo las leyes de la oferta y la demanda. Hasta los mejores intencionados adaptan sus formas de decir y hacer, con el propósito de insertarse en el mercado y vender mejor.
En ese esfuerzo, los medios de difusión masiva siguen las leyes de la retórica y otras dominantes en la cultura de masas. Prevalecen los efectos de emisión, simplicidad, espectacularidad, maniqueísmo, velocidad, urgencia, e instantaneidad, en el sentido de la velocidad en tiempo real.
Esa última, gracias a la magia de internet, destruyó la obediencia al período necesario para elaborar las noticias y destapó la premura por transmitir, en el orden técnico meramente, en desmedro de la verificación oportuna de datos y de la calidad del producto comunicativo en general.
El valor de la información ahora descansa en la agilidad con que llegue a los receptores, luego de ocurrir el hecho noticioso, y el de los medios de difusión masiva, en su capacidad de competir por llegar primero a vender.
La gratuidad en los servicios de esta naturaleza, cultura impulsada también por la red de redes, perturba a su vez los mecanismos comerciales de la información, señala el doctor en semiología e historia de la cultura, Ignacio Ramonet.
Los gratuitos crecen, en la misma medida en que otra vía se impone para captar el beneficio económico por los mensajes. “El negocio consiste en vender ciudadanos a los anunciantes”, define el francés.
Los vendedores de productos comunicativos batallan por atrapar a más receptores en esta época y recibir, en proporción, más solicitudes de campos para publicidad.
Para ello, la información tiene que bajar su nivel de elaboración, reajustarse para atrapar al menos interesado en consumirla. Cuanto más atrayente y sencilla sea ésta, más numerosos serán los que se le acerquen y el medio ganará más interesados en publicar sus anuncios en él.
Tantos leen, escuchan o miran un medio, tantos pueden ser capturados por los promotores de los bienes de la sociedad de consumo.
La urgencia en modificar el funcionamiento estructural de la información, para lograrlo, redunda en el descuido de parámetros esenciales como la verdad, siempre subjetiva y en función del punto de vista de quien la transmite.
La globalización neoliberal, impensable sin el progreso desmesurado de las comunicaciones en su arista tecnológica, modificó todas las estructuras de funcionamiento de la sociedad.
Este fenómeno, esencialmente económico, implicó el aniquilamiento de las barreras a la circulación de los capitales al desmaterializar el mercado de cambio.
La revolución digital, hija de un proyecto encaminado a agilizar el trasiego de capitales y no a proporcionarnos el placer del amor o la amistad a despecho de distancias físicas, creó un sexto continente, internet, e impulsó la fusión de empresas especializadas en materia comunicativa.
Texto, imagen y sonido, andan tomados de la mano por las autopistas del ciberespacio, mientras se fortalecen los pulpos integradores de las principales esferas de la información.
La rentabilidad es la única preocupación de estas megaempresas, en tanto los medios, convertidos en actores dominantes en sociedad a partir de su matrimonio con el poder financiero, asumen el papel de aparatos ideológicos de la globalización.
Ramonet explica que ésta penetra con el apoyo del ahora segundo poder –detrás del financiero y por delante del político–, que la estableció y defiende como sinónimo de progreso o modernidad.
Aparejada a esta idea, corre una orientada a inmovilizar cualquier síntoma de resistencia, sustentada en la tesis de la imposibilidad de luchar contra la pareja infernal que suponen los medios y el poder financiero.
La voluntad política de supeditar a ambos es un arma temida por los adalides del sostenimiento de la ideología globalizadora.
No es gratuito que esta expresión de resistencia a la intensión de dominar el mundo sea la más atacada por el aparato mediático en este siglo.
De ello dan fe las múltiples maquinaciones contra el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y su líder Hugo Chávez; el presidente ecuatoriano Rafael Correa; y sus pares Evo Morales (Bolivia), Cristina Fernández (Argentina) y Daniel Ortega (Nicaragua), por sólo citar algunos.
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