miércoles, noviembre 18, 2009

La lejanía


La distancia entre las personas y la clase política quedó absolutamente clara con la aprobación que el Senado hizo del paquete fiscal. Entre esa gente y nosotros hay una brecha cada vez mayor: no sólo la que separa al ciudadano de esa cosa fría, que nadie puede amar, llamada Estado, sino la que a través de él esclaviza al ciudadano para servir a los grandes consorcios y al parasitismo partidario.

Desde la aprobación del paquete fiscal quedó claro que el Estado nos endosará, una vez más, la cuenta de los salarios políticos y de sus complicidades con los consorcios y el mercado financiero. Si la lógica del Estado, desde su fundación, fue destruir las condiciones ambientales de subsistencia de la gente y reemplazarlas por mercancías –llámense escuelas, servicios médicos, transporte, etcétera– producidas a través de los impuestos, hoy, destruidas casi por completo esas condiciones, su lógica es reemplazar esas mercancías que antes generaba con el trabajo de todos por un puro trabajo esclavo que pague los costos de los ricos y los salarios de quienes se han erigido en sus custodios.
Con el nuevo paquete fiscal, el trabajo de los que producimos servirá, como en los inicios del capitalismo, para reproducir nuestra fuerza de trabajo y sostener a una clase parásita. Lejos de invertirse en las mercancías que producía el Estado –habrá menos presupuesto para escuelas, universidades, cultura, salud–, los impuestos se invertirán en mercancías para los ricos –más carreteras de cuotas y menos medicinas– y en negocios improductivos: manutención de partidos (3 mil 12 millones de pesos el año próximo), crecimiento de la policía y del Ejército para labores de todo tipo de violencia, manutención de los altos salarios de los funcionarios públicos y sus “expertos”, cárceles y dádivas para quienes el despojo de la lógica del Mercado ha miserabilizado.
La lógica del paquete fiscal, en aras de promover una equidad, revela en realidad un sistema político y mercantil de alto costo y bajo rendimiento, cada vez más apartado de la gente que día con día es esclavizada para mantenerlo. Hay que ver las estadísticas de la Secretaría de Gobernación: 96% de la población ya no confía en los partidos, y 90% piensa que los legisladores legislan para sus propios intereses y los de los grandes capitales. Entre nosotros y ellos corre un abismo cada vez más ancho y hondo que quieren borrar el discurso demagógico –basado en cifras abstractas– y la propaganda televisiva.
Sin embargo, la gente, en su vida cotidiana, experimenta el despojo, mientras ve a esa clase comer en buenos restaurantes, dilapidar su dinero en hoteles de lujo, invertirlo en carreteras cuyos costos la excluyen, en organizaciones multimillonarias que sirven para hacer mayor la brecha, y en policías, Ejército y jueces que, so pretexto de librar una guerra contra el crimen que el propio Estado desató, criminalizan al ciudadano, a las organizaciones civiles, y encarcelan a sus líderes. Día con día salen a la luz estas contradicciones, y día con día, a pesar del enojo, de las movilizaciones, de la indignación, el Estado y los grandes consorcios hacen como si no existieran, como si el mal de la nación se redujera al crimen organizado que el Estado mismo ha generado y que, en sus formas legales, protege y consiente.
A un año de celebrar el bicentenario, México, bajo la demagogia democrática de un Estado que, como todas las construcciones históricas, ha llegado a su fin, se encuentra en estado de revolución. Semejante al mundo que creó Porfirio Díaz, pero en condiciones más complejas, porque el Estado, en su fondo, ya no guarda esperanzas: la lejanía entre los que lo custodian y la gente que lo padece y lo sostiene bajo coerción es casi absoluta. En esas condiciones, la revolución como se concibió en 1910 ya no es posible.
Sin embargo, otro tipo de revolución se anuncia, una que puede desprenderse de la reducción a la subsistencia que el Estado está generando en su población. La subsistencia –un término que la ilusión del desarrollo monopolizó y degradó para definir el modo de vida de millones de individuos en el nivel de la “supervivencia”, y que las políticas del Estado quieren salvar con dosis de “desarrollo” o con todos los asalariados constreñidos al tributo– es la oportunidad para darle la espalda al Estado y generar producciones autárquicas, de confianza, basadas en acuerdos personales o de trueque.
Es decir, una vida simple y frugal ajena a las mercancías que inventó el Estado; una vuelta a lo vernáculo, a aquello que, en el lenguaje de la Roma antigua, quería decir “lo que no es mercancía” y que terminaría con las actividades del Estado y de los grandes consorcios orientados, para su beneficio, a los valores mercantiles, monetarios y tributarios. Los indios de México acuñaron una hermosa palabra que el zapatismo volvió a articular: tlatlicpacayotl, que contiene la idea de territorio y de entrelazamiento entre personas. “Más allá de todo valor, esa palabra –señala Jean Robert– siempre implica un principio de equivalencia: la vida buena es un proyecto de autonomía alegre que, no siendo negociable, ‘carece de valor’, pero requiere de mucho coraje”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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