Por Ricardo Rocha
10 agosto 2010
Fidel ejerció siempre en la nota, la entrevista y el reportaje una gran puntualidad y prestancia. Pero él se definió a sí mismo como Narigón Cronista. Así que fue la crónica su pasión y su parcela. Un territorio donde dominó como aquellos toreros mandones que él también reseñó cuando cronicaba salerosamente lo que acontecía en el ruedo y en las tribunas. Como en aquel relato formidable sobre la vuelta de El Pana, al que llamó torero de miel y de hiel.
Pero fue sin duda en la crónica política donde Fidel Samaniego brilló más frecuente e intensamente. Y no porque los asuntos de los políticos sean más importantes que las cosas que hacen la vida, sino porque el destino y sus jefes de información lo llevaron a testimoniar gran parte de los acontecimientos que, para bien o para mal, han marcado nuestro tiempo en las décadas recientes: crímenes políticos, ascensiones al poder, campañas electorales, sesiones maratónicas e intensísimas en las cámaras de Diputados y Senadores, eventos, todos, que en su pluma parecían recreaciones audiovisuales.
De su trabajo, siempre me entusiasmaron varias de sus múltiples facetas: una capacidad de asombro nunca perdida y que es el único requisito fundamental para seguir en este oficio; un increíble don de la ubicuidad para estar aquí, allá y en todas partes, como decían sus amados Beatles, y una impresionante cualidad mimética para fusionarse con el entorno sin dejar de advertirlo y tomar nota de él con todos sus colores, sus rostros, sus gestos y sus palabras, en una suerte de movimiento perpetuo. Eso sí, en una libreta, a la antigüita, pues.
Del ser humano recordaré siempre el apretón sincero, el abrazo fraterno y la actitud generosa como en aquella ocasión —para mí inolvidable— en que me tocó conducir un debate de candidatos a la presidencia y él estaba allí esperándome, sólo para desearme suerte y ver qué se me ofrecía.
Nos unió también el amor al rock and roll y a nuestros hijos. Por eso les mando un saludo amoroso a mis sobrinos Nitza y Yoab. Y para Olivia, mi solidaridad más cariñosa. Y gracias siempre por compartirlo con todos sus compañeros de oficio.
Por cierto, cómo me hubiera gustado marchar con Fidel ese sábado de su partida, cuando nos juntamos muchos de nosotros para, por una vez en la vida, dejar de golpearnos unos a otros y para decirle al gobierno que siempre que asesinan a uno de los nuestros, todos nos morimos un poco.
Yo no sé qué va a pasar de ahora en adelante. Pero tengo toda la fe en que caminar juntos ha sido eso, un primer paso.
Pero fue sin duda en la crónica política donde Fidel Samaniego brilló más frecuente e intensamente. Y no porque los asuntos de los políticos sean más importantes que las cosas que hacen la vida, sino porque el destino y sus jefes de información lo llevaron a testimoniar gran parte de los acontecimientos que, para bien o para mal, han marcado nuestro tiempo en las décadas recientes: crímenes políticos, ascensiones al poder, campañas electorales, sesiones maratónicas e intensísimas en las cámaras de Diputados y Senadores, eventos, todos, que en su pluma parecían recreaciones audiovisuales.
De su trabajo, siempre me entusiasmaron varias de sus múltiples facetas: una capacidad de asombro nunca perdida y que es el único requisito fundamental para seguir en este oficio; un increíble don de la ubicuidad para estar aquí, allá y en todas partes, como decían sus amados Beatles, y una impresionante cualidad mimética para fusionarse con el entorno sin dejar de advertirlo y tomar nota de él con todos sus colores, sus rostros, sus gestos y sus palabras, en una suerte de movimiento perpetuo. Eso sí, en una libreta, a la antigüita, pues.
Del ser humano recordaré siempre el apretón sincero, el abrazo fraterno y la actitud generosa como en aquella ocasión —para mí inolvidable— en que me tocó conducir un debate de candidatos a la presidencia y él estaba allí esperándome, sólo para desearme suerte y ver qué se me ofrecía.
Nos unió también el amor al rock and roll y a nuestros hijos. Por eso les mando un saludo amoroso a mis sobrinos Nitza y Yoab. Y para Olivia, mi solidaridad más cariñosa. Y gracias siempre por compartirlo con todos sus compañeros de oficio.
Por cierto, cómo me hubiera gustado marchar con Fidel ese sábado de su partida, cuando nos juntamos muchos de nosotros para, por una vez en la vida, dejar de golpearnos unos a otros y para decirle al gobierno que siempre que asesinan a uno de los nuestros, todos nos morimos un poco.
Yo no sé qué va a pasar de ahora en adelante. Pero tengo toda la fe en que caminar juntos ha sido eso, un primer paso.
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