Según la última cifra que dio el Cisen, en lo que va del sexenio 28 mil mexicanos han muerto por la narcoviolencia. Tan sólo en Ciudad Juárez, 6 mil 230 personas han sido asesinadas desde 2007 y cuatro de cada cinco víctimas tenían entre 15 y 39 años. El 90% eran hombres, por lo que muchos niños quedaron huérfanos de padre y con sentimientos de pérdida y de venganza. A falta de programas gubernamentales, varias organizaciones civiles ofrecen terapias colectivas para los menores, que así describen su desolación.
CIUDAD JUÁREZ, CHIH.- En la clase, con sus crayones, Octavio se dibuja junto a su papá. Él también, chiquito como es, se incluye en el dibujo; no puede estar separado de su ídolo. Traza a su lado a un tercer personaje: es un mono con una pistola que apunta hacia su papá, quien está tirado en el piso, coloreado con rojo. Y enseguida Octavio llorando su muerte, como el día que presenció su “ejecución”.
Mientras juega con su collar rosa, Natalia comparte en voz alta que va a salir de vacaciones a la playa con su mamá, su hermano y sus abuelitos, y con la sinceridad que se tiene a los cuatro años le dice a la maestra: “¿Sí te dije que mi papá está muerto y que lo extraño?”.
Jorge cuenta al grupo que quiere ser Supermán, pero un superhéroe con pistola para matar a “los señores” que le arrebataron a su papi.
El pequeño Fredy, de tres años, no habla mucho en clase pero un día, antes de ir, le dijo a su mamá que papi había bajado del cielo a visitarlo y a pedirle que se portara bien; en su sueño, se dio cuenta de que traía “un coco” en la cabeza, en el mismo lugar donde le dieron el balazo mortal.
E invariablemente alguna de estas confesiones, alguno de estos dibujos, alguna de estas fantasías, estrujan el alma del resto del grupo y provocan el llanto colectivo de estos niños en duelo que asisten a las terapias que algunas organizaciones juarenses han organizado para sanarles el corazón.
No son pocos. En esta ciudad son 10 mil los infantes cuyos papás han sido asesinados durante la guerra contra el narcotráfico. Es un club al que cada día se suman nuevos pequeños integrantes, porque un promedio de nueve personas son víctimas de homicidios cada día.
Momentos como estos que desembocan en llanto se repiten cada sesión, forman parte de la terapia.
“¿Cómo te has sentido?”, le preguntó en una sesión la psicoterapeuta Alma Leticia Ibarra a Natalia, la niña de los rizos güeros acostada en el piso, que se tocaba las suelas de los zapatos rosas como si fuera gimnasta. “Mal”, contestó la chiquilla sin voltearla a ver. “Veo que has estado pensando en tu papá”, le reviró la mujer. “Sí. Mi papá era cariñoso, también era… también era… cuando nos peleábamos, antes de que muriera, era bueno”, dijo ella, ahora concentrada en darle vuelta a su collar de plástico.
Eso ocurrió el pasado sábado 31 de junio, en la casa donde se desarrolla la Escuela de Espiritualidad y Sanación Interior. El comentario de Natalia tocó el alma de todos e hizo que sus compañeros también compartieran sus sentimientos.
“Mi papá murió de 51 años y sabía hacer avioncitos de papel”, dijo Rubén, de cinco años. Kevin, un recién llegado, de 10 años, se llevó las manos a la cara y, balanceándose sobre su cuerpo, se puso a llorar: “Mi papá no está… lo extraño”. “Yo también extraño al mío”, dijo otro niño conmovido.
En México, cada 24 horas mueren 29 personas atrapadas en las disputas del narcotráfico; hombres jóvenes, menores de 35 años en su mayoría. Según la última cifra que dio el Cisen, en lo que va del sexenio 28 mil mexicanos han sido asesinados por la narcoviolencia.
Cada “baja” significa una vida cancelada, proyectos inconclusos, sueños y corazones rotos. Detrás de esas cifras sin rostro hay familias rotas, mujeres viudas, infantes huérfanos.
Desde que se estableció la estrategia antidrogas del gobierno federal, sólo en Ciudad Juárez, al menos 10 mil niños y niñas de menos de un año a 14 años han quedado huérfanos, según estimaciones del investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Wilberto Martínez, quien tomó en cuenta la tasa de fecundidad y la estructura poblacional por edad.
El demógrafo indica que desde 2007 a la fecha, 6 mil 230 personas han sido asesinadas, cuatro de cada cinco víctimas tenían entre 15 y 39 años y 90% eran hombres.
Por eso no hay salones de clases, talleres de verano, clases de catecismo, actividades en centros comunitarios, torneos deportivos a los que no asistan los hijos o hijas de los o las asesinados. Los “sin papá” son un nuevo colectivo. Los terapeutas consultados no han recibido aún a huérfanos de madre.
Si la cuarta parte de los muertos son de Juárez, en el nivel nacional, haciendo cálculos muy primarios, podría estimarse que 40 mil niños y niñas han perdido a su papá o a su mamá por muerte violenta en lo que va del sexenio.
Herida permanente
El centro comunitario Casa Amiga, que se dedicaba a atender violencia doméstica y a exigir justicia por los feminicidios, desde hace un año forma grupos de 10 niños a los que les dedica ocho sesiones para ayudarlos a procesar su dolor, a que no lo encapsulen y que no se convierta en veneno que les amargue su alma tierna.
Para ellos tienen ejercicios específicos, como el siguiente: a los pequeños, acostados en el piso, se les guía para que comiencen a relajarse, evoquen a su papá y traigan a la mente el día que se enteraron de su muerte o cuando lo vieron caer. Entonces se les pide que piensen en su propio corazón. “¿Cómo está ese corazoncito? ¿Qué sintió? ¿Qué carita puso?”. Cuando salen del sueño profundo, la psicóloga les sugiere que dibujen. En los papeles comienzan a surgir corazones cortados, otros envueltos en lágrimas, algunos maltrechos por profundas cicatrices. Entonces les propone que los curen y ellos van colocando curitas, cintas adhesivas, kleenex, florecitas. Los colorean hasta que los dejan bonitos.
Leticia Mejía Aranda, la joven coordinadora del Departamento de Psicología de Casa Amiga, tiene en su oficina un archivero donde guarda los expedientes de cada pequeño paciente y algunos de sus dibujos. Detrás de ella, recargado en el piso, está un león de peluche descosido por los golpes que le dan cuando sacan el coraje acumulado.
En un estante tiene un libro de cuentos que relata la historia de una oruga que sale del caparazón, dejando atrás a sus compañeras, y se convierte en una mariposa libre que no podrá volver con los suyos porque cambió de forma. Y con la anécdota de la mariposa se ayuda para explicar las etapas de la vida.
En el grupo actual que Mejía conduce los lunes, guía por igual a hijos de obreros, de policías, de agentes de tránsito y de narcomenudistas. En clase no se hacen distinciones entre “buenos” y “malos”, como las que aplica el gobierno federal, y ellos no se discriminan: al contrario, juegan, se apoyan y se hacen amigos.
“Aquí se dan cuenta de que otros niños y niñas también perdieron a su papá, que no son los únicos. Ya no se sienten estigmatizados, ya pueden empezar a hablar de su papá. Ellos mismos se ayudan, se dan contención, los que ya llevan tiempo en la terapia les dicen a los otros: ‘yo sé lo que se siente, sentí lo mismo’”, explica.
Durante las primeras sesiones, los infantes llegan con síntomas parecidos: negación de la pérdida, depresión, enojo por lo ocurrido o culpa. Unos se recriminan por no haber acompañado a su papá cuando salió a la calle, para evitar su deceso. Un chico del grupo expresó: “Quisiera ser muy fuerte, tener una pistola y matar a los señores que lo mataron”.
Cuando se les pide que se hagan un autorretrato, se dibujan como una nube deprimida y lluviosa, un volcán, una carita triste, una bomba a punto de explotar o un león furioso. En las sesiones aprenden a no considerarse malos por sentir lo que sienten.
El método que Casa Amiga utiliza es guiar con juegos a los niños para que toquen su dolor y se curen entre todos. Si se les pide que dibujen a su familia y alguno duda si incluir en el cuadro a papá, los demás le dicen: “Píntalo, sigue siendo tu papá”, y entonces el niño que estaba confundido descansa, lo integra al dibujo, se reconcilia.
Los niños y las niñas que Mejía atiende llevan una herida permanente, que les punza todo el día. Un plomazo les cambió de tajo la vida. Mutiló a su familia. Transformó a mamá. Les canceló la autoconfianza.
Casa Amiga intenta que saquen el enojo. En la sesión en que analizan la violencia de la ciudad, la psicóloga les pregunta cuáles podrían ser los motivos para que los asesinos mataran a su papá, y los niños responden en una lluvia de ideas: “A lo mejor sus papás no los quisieron y los abandonaron en la calle” o “tienen mucho enojo y no saben cómo desquitarse” o “no tienen dinero y les pagaron para hacerlo”.
Decir la verdad
“Los niños viven un doble duelo: pierden al papá que murió y al ser querido que queda, porque ya no es la mamá juguetona, sino la mamá triste, todo el día dormida, que no cocina, que se empastilla, que no lo saca al parque, que se la pasa sumida en su dolor o se enfrasca en el trabajo. Es otra mamá”, explica la tanatóloga Silvia Aguirre.
Eso le ocurrió a Fredy en noviembre, la tarde que se levantó de su siesta y encontró su vida transformada. Despertó por los gritos de su mamá, sus abuelos y sus vecinos, porque en la calle acababan de matar a su papá. De inmediato una vecina se lo llevó a su casa para que no se diera cuenta de la tragedia.
Claudia, la mamá de Fredy, relata que ella y su esposo Alfredo fueron novios desde los 16 años y casi una década después se casaron. Vivieron juntos cuatro años y medio, en los cuales nació Fredy, quien siempre prefería estar con su papá.
“Cuando mis suegros y yo escuchamos los balazos y salimos, los dos chavalitos todavía le estaban dando; Alfredo cayó, se bajó un chaval y ahí lo remató. Vi cuando le dieron el disparo en la cabeza. Desde entonces quedé deshecha. Me decía que todo era un sueño, no podía ni levantarme de la cama, desde que despertaba tomaba pastillas para dormir, fumaba, leía para tener la mente ocupada, en la noche más pastillas. No podía cuidar al niño porque no podía ni hacerme cargo de mí”, explica la joven de 28 años en un receso de las terapias de duelo para niños.
Fredy no volvió a ver a su papá. Cuando preguntaba por él, Claudia no contestaba. Un familiar le dio una foto de Alfredo para que se contentara, y Fredy la rompió, furioso. Pasaba el día irritado, lloroso, intentaba pegarle a su mamá para desquitar su rabia.
“Al mes pude empezar a explicarle que su papá se fue al cielo con Diosito, pero seguía con sus rabietas. Decía que quería subirse a un avión para irse con él, pero ahora ya comienza a repetir: ‘Mi papá está con Diosito’.”
Un día Claudia se sorprendió porque, aunque no llevó a Fredy a la funeraria y pidió a su familia que no dijera nada en su presencia, el bebé despertó una mañana y le dijo: “Vino mi papá y me dijo que me portara bien, que te hiciera caso, nomás que tenía un coco aquí”, y se tocó la cabeza, justo en el lugar donde Alfredo recibió el balazo mortal.
Aunque con el tiempo ha dejado de preguntar por su papá, a veces, cuando Fredy sale al parque y ve a una familia, comenta: “Mira, mamá, ese niño sí tiene papá”. Últimamente agarró la costumbre de no soltarse de mamá, de agarrarla de las piernas, de gritar si la pierde de vista. Eso es normal, tiene miedo de perderla también a ella.
“Los niños resultan más perjudicados porque sus familiares tienden a ignorar que entienden, que se impactan con los sucesos, y no se ocupan de ellos en el momento de crisis. El niño se queda con su confusión y su dolor, puede tardar años en elaborarlo, incluso llegar a la edad adulta sin cerrar el duelo”, dice la psicoterapeuta Ibarra.
En el pizarrón de la sala donde conduce la sesión en la casa que alberga la escuela de espiritualidad, todavía se lee un mensaje escrito con plumón rojo por un niño que perdió a su hermano mayor, que era policía: “Te extraño papá, te extraño mamá, te extraño hermano”.
Mayra Castañeda tiene 26 años y uno de viuda. Nunca supo cómo explicarle a su hija mayor, Alejandra, de ocho, ni a Uriel, de cuatro, que papá fue asesinado. Recurrió a un terapeuta para que él se los dijera.
“Yo les dije que sufrió un accidente pero ya vi que fue un error por no hacerles daño. Poco a poco les voy a decir la verdad”, dice, después de la sesión de terapia colectiva infantil que guió Ibarra. Su hija no convivió, no sonrió; su mamá dice que aún está bloqueada. Uriel estuvo toda la sesión acurrucado en el regazo de Claudia, la mamá de Fredy, como pollito hecho bolita, deseando sólo un abrazo.
Claudia acompañó durante dos horas a los niños porque siente que se cura al ayudar a otros a sanar el dolor compartido. La señora Isela Sarabia, que también apoya en el grupo de niños en duelo, siente que en cada sesión en la que ayuda se le alivia el alma del dolor después de haber perdido a su hijo menor, detenido en un retén por militares que lo torturaron tanto que lo reventaron por dentro. A ella la dejaron “muerta en vida”.
Cada familia resuelve el duelo como puede. Pueden fingir que no pasó nada, no llevan al niño al velorio, recurren a un psicólogo para que le informe del deceso, inventan que el familiar ausente se fue de viaje. Hay adultos que nunca le preguntan al hijo qué siente, a veces ni siquiera lo bañan o lo alimentan.
“Cambia la dinámica familiar. La mamá a veces tiene que salir a trabajar y antes no lo hacía, los niños quieren tomar el lugar de papá y dicen a la mamá que no salga, algunos se sienten adultos y quieren irse al súper de empacadores, o no los dejan salir por la violencia, no conviven con otros, se la pasan encerrados, en la tele”, explica por su parte la psicóloga de Casa Amiga.
Las entrevistadas coinciden en que los infantes con esas características sienten terrores nocturnos, lloran por situaciones sencillas, se vuelven hiperactivos o se tranquilizan de más, comienzan a tener problemas de aprendizaje, viven con miedo a que los maten a ellos, a su mamá o a sus hermanos. Y requieren atención de emergencia.
La tanatóloga Aguirre pregunta: “¿Cuántos niños no han sido atendidos en su duelo? ¡Cantidad! Son tantos niños así, y aquí sólo atendemos ahorita a 19. Este es el rostro doloroso de Juárez, pero también el de la esperanza, porque los acompañan personas con su propio dolor, que están pasando su propio duelo.
“Así como hay un plan para las catástrofes sociales, debe aplicarse un plan para atender la emergencia social”, señala al respecto la exsecretaria de Desarrollo Social del Distrito Federal, Clara Jusidman.
En el salón de clases, Alex, un niño flaquito y largo, de siete años y camisa sin mangas, que eligió como gafete introductorio de sus sentimientos una carita triste donde pintó su nombre, golpea con ganas los cojines, los patea, los estruja con odio. No dice nada. Sólo pide que se los vuelvan a poner para pelearse. Siente odio. Después de varias tranquizas se relaja y se pone a jugar con sus compañeros, que entienden bien lo que siente.
“A veces dicen que quieren matar, que quieren descuartizar al que les hizo daño, y es mejor que lo saquen aquí en el grupo, porque si no, así puede ser en el futuro”, dice el constructor José Antonio Guerrero, que auxilia en el grupo y estudia tanatología.
En Casa Amiga, una de las últimas actividades, antes de cerrar el ciclo para dar cabida a nuevos grupos de niños, consiste en que todos cierran los ojos, imaginan que papá viene a despedirse, que se besan, se acarician, juguetean, se dicen cosas al oído, chocan las manos. Y al volver a la realidad escriben una carta de amor llena de corazones o en un bello dibujo expresan lo que quieren que desde el cielo papá recuerde de ellos. Y el mensaje compartido es: “Papi, te quiero, me haces falta”.
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