Marcos Roitmann Rosenmann
Los analistas suelen tomar los primeros 100 días de ejercicio del poder para hacer prospectiva e inferir cuál será el futuro comportamiento de los nuevos gobernantes el resto de su mandato. Se trata de una fórmula para definir el sesgo de ministros y presidente. Sea cual fuere el color que los oriente, siempre hay matices.
Ahora bien, este criterio, tras seis años de gobierno del PAN y de Vicente Fox, pierde sentido. Bastan 100 horas y sabemos el derrotero por el cual transita su política en educación, seguridad, derechos humanos, salud pública y política exterior. En todos ellos se gira más hacia la derecha, cumpliéndose los vaticinios y reavivando los argumentos que señalan a Felipe Calderón como continuista de las políticas de Fox. Por otro lado, el nuevo inquilino de Los Pinos asume con el handicap de ser considerado por un elevado número de conciudadanos como un presidente espurio. Calificativo ganado a pulso, dado su comportamiento durante el periodo poselectoral transcurrido entre el triunfo que le otorga IFE y le ratifica el TEPJF. Como ciudadano se abstuvo de luchar por la democracia, aumentando las suspicacias sobre el fraude y el golpe de Estado electoral. Fraude transformado por arte de birlibirloque semiótico-lingüístico en irregularidades. Su negativa a caminar junto a los peticionarios de un conteo voto por voto lo sitúan en el extremo opuesto y siembran justificadas dudas sobre su victoria en las urnas.
El problema está en su campo y en los articuladores del complot. Son ellos quienes descalifican a Felipe Calderón y se desentienden de los valores ético-democráticos, no sus adversarios políticos. Nadie, salvo su quehacer, pone bajo sospecha su posible triunfo electoral. Señalar que las elecciones fueron amañadas y se proclame a López Obrador como "presidente legítimo" no quita ni pone. Ni López Obrador ni el EZLN son responsables de ese desaguisado, ni de dividir al país, ni del grado de la pérdida de credibilidad institucional o de la corrupción.
Bajo estas premisas, Felipe Calderón inicia su andadura como jefe de Estado literalmente entrando por la puerta trasera. Así, no son sus opositores los que echan leña al fuego y atizan el conflicto social. Son sus actos los que avivan la llama y alejan las perspectivas de una paz en un sistema putrefacto. Cada paso que da incorpora un nuevo leño a la hoguera, hasta provocar un incendio incontrolado, y lo peor es que intenta apagarlo con gasolina.
Calderón gobierna sabiendo que no tiene legitimidad real y se escuda en la razón de Estado. Utiliza las herramientas válidas sólo en situaciones de emergencia, lo cual demuestra que es consciente de la ruptura de la institucionalidad del Estado. Así, se abre un frente que tiene repercusiones de hondo calado. A partir de ahora, el conflicto social y la violencia pueden asumir formas insospechadas y abiertamente prepolíticas. El Presidente ha sido incapaz de frenar la crisis de legitimidad. Y tampoco capaz de subsumirla momentáneamente bajo un liderazgo carismático. Felipe Calderón no posee esa cualidad. Por consiguiente, México puede ver cómo el poder racional, legítimo, queda en manos de una mafia que se mueve al margen de las instituciones. Sin embargo, Felipe Calderón continúa, como su antecesor, en la misma senda, cediendo espacio a esta nueva casta o élite de trastienda, al romper los rituales que sellan los pactos sociales y dan cohesión política al poder. Por ello, al recoger la banda presidencial en Los Pinos y posteriormente desatender los rituales del mito político de toma de posesión, se mueve en el filo de la navaja. Su constitucionalidad es de dudosa legitimidad.
El fracaso en el cumplimiento del traspaso de poderes, uno de los mitos fundantes de la democracia representativa, deja a sus infractores sin fuerza para exigir legitimidad en el cumplimiento de las leyes. Inclusive, su infractor somete al Estado democrático representativo a una tensión irresoluble. No es posible retrotraer el procedimiento a su estado inicial; su incumplimiento se antoja irreversible, salvo un nuevo pacto. Para ser más explícitos, se rompe el factor de cohesión sobre el cual el poder civil se funda y se renueva. Los actos que avalan su unidad, la jura de la bandera, el compromiso de defender el secreto de Estado, la patria, hacer valer la Constitución y las leyes, son un momento fundacional. Es parte de la religión laica. Nunca se corta el cordón umbilical. Debe existir un respeto escrupuloso en la trasferencia, pues ello determina su legitimidad. La historia es rica en actos bastardos. Sus transgresores cometen perjurio y pierden parte o todo el derecho a ser considerados legítimos gobernantes. Se sitúan extramuros. De aquí la importancia de los ritos que acompañan la teología del poder político moderno. Es obligado respetar el conjunto de símbolos sobre los que se apoya el poder para ejercer el dominio y practicar el monopolio legítimo de la violencia institucional en nombre de la razón de Estado. Parafraseando a Locke, su incumplimiento conlleva una situación de guerra al interior del llamado gobierno civil, inherente al mal uso del poder. Por ende, si el acto carece de fundamentos rituales se muestra como cascarón vacío.
En conclusión, el nuevo inquilino de Los Pinos tiene un talón de Aquiles para ejercer el poder legal. Entró por la puerta de atrás y menospreció el llamado de la ética del compromiso como funcionario público. Debió negarse a los requerimientos de asumir de cualquier forma y manera. Demostró que no fue capaz de sobreponerse a los acontecimientos. Sin mitos ni ritos, su legitimidad se reduce a un ejercicio de la fuerza. El clausuró la salida de un nuevo pacto social al aceptar las condiciones impuestas por sus correligionarios y Fox para jurar el cargo. Ya no son los nubarrones de fraude los que se ciernen sobre la cabeza de Felipe Calderón; ahora se enfrenta a una debilidad proveniente de su miopía política, que le impidió ver los fundamentos contemporáneos de la teología política. La guerra justa contra el mal gobierno tiene hoy en México muchos argumentos y todos ellos legítimos.
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