Arnoldo Kraus
Una de las vivencias que más enferma a cualquier librepensador y a las comunidades laicas son los fanatismos. Nada irrita tanto como la incapacidad de la razón o la inutilidad del diálogo. Nada confronta más que la sordera ciega o mejor aún, la ciega sordera de quienes defienden sus ideas negando la existencia del otro, sepultando la utilidad de las palabras. Afirmar que el mundo está enfermo de fanatismo, o empieza a padecerlo, porque sabemos de los que es capaz, pero desconocemos sus límites, es sinónimo de "leer" lo que sucede en muchas partes del orbe. Y es, asimismo, sinónimo del triunfo de ideas "extremas" sobre el poder de la lógica.
Hace unos días los rotativos nos informaban de que en Israel los extremistas judíos obligaron a celebrar la Marcha del Orgullo Gay en un estadio en vez de permitirles caminar, como estaba programado, por las calles de Jerusalén. La policía, atemorizada, recomendó al fiscal general de la ciudad suspender la marcha. Un triunfo de la delincuencia religiosa judía sobre la población gay. Un logro de los fanáticos que aseguraron que "no estaban dispuestos a que 'se manche la Ciudad Santa' con un desfile de personas a las que han comparado con los cerdos". Pobres cerdos y pobres gays: aunque ni unos ni otros sean kosher no merecen ese tipo de comparaciones.
La Ciudad Santa no se mancha con una caminata de gays. Se mancha con la terrible intolerancia religiosa de fanáticos judíos y árabes. Da lo mismo si los extremistas que difaman a los gays son judíos o islamistas: son iguales (y la Iglesia que ha defendido al famosísimo padre Maciel es también homónima de la sordera de sus congéneres religiosos).
Días después, los mismos medios de información vacunas contra el silencio daban cuenta de la reunión del partido neonazi en Berlín, esta vez, a diferencia de lo que sucedió en Jerusalén, autorizada por el tribunal de lo contencioso-administrativo de Berlín-Brandemburgo. Los manifestantes antinazis poco pudieron: las sesiones de los neonazis se llevaron a cabo en un salón de actos público. Sus discursos, arropados bajo el seductor lema "Desde el centro del pueblo", apelaban, por supuesto, a la sabiduría de la "filosofía nazi" y a la vitalidad del racismo.
Los muertos en las calles de Irak como continuación, no como corolario, de la guerra entre George W. Bush y Saddam Hussein, los decapitados por la ideología islamista, o los que perecieron en el 11-S y el 11-M, también representan el triunfo de los fanatismos sobre el valor de la razón. Lo mismo puede decirse de los cadáveres de cualquier acto terrorista y de "los ultras religiosos" judíos, católicos e islamistas cuyo ideario es negar la existencia, y de ser necesario, la vida de cualquier persona que no comulgue con su modus vivendi. La escuela que en Estados Unidos propone negar las teorías de Darwin, remplazándolas por las de la inteligencia artificial, o las de los ultras en Irlanda, que hasta hace poco aniquilaban a los vecinos, es idéntica a la que pregonan los fanáticos más depurados.
Agrego, como síntesis y corolario, que la Marcha del Orgullo Gay en Jerusalén fue rechazada no sólo por los extremistas judíos; los líderes musulmanes y cristianos unieron sus voces a la retahíla de los primeros. El tufo de unos es la historia de los otros y la historia de unos la ceguera de otros. ¿No sería un triunfo para la humanidad construir una nueva Babel donde todos los ultras, sobre todo los religiosos, se encontrasen, o bien, una especie de zoológico donde todos hablasen idiomas distintos pero matasen igual? Los habitantes de la sinrazón, se apelliden como se apelliden, son idénticos; construyen y se construyen en las mismas tierras.
El "no diálogo" como leitmotiv del fanatismo es la mejor defensa contra la razón y contra las palabras. Los fanáticos están convencidos de poseer una sabiduría moral que los otros no comprenden, arma que imposibilita cualquier acuerdo. La uniformidad, la aceptación como sino, el no cuestionar y la necesidad de pertenecer sin preguntar son constantes de los fanatismos. Lo mismo debe decirse de la adoración y el sometimiento a los dictámenes de los líderes y al cumplimiento de los derroteros de sus legados. ¿Qué puede hacerse contra todas esas dagas?
En su libro Contra el fanatismo, Amos Oz afirma que "... la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar (...) El fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error..." El fanático "está escribe Oz más interesado en el otro que en sí mismo". Oz tiene razón: el fanático mata como parte de su ideología. No asesina por odio. Lo hace por convicción, por justicia, por los dictámenes de sus dioses. ¿Qué puede hacerse contra esas ideas?
Nada es pésima respuesta. Pero nada es realidad. Nada representa el poder de los obuses de Bush o de las imposiciones del G-8. Seamos iconoclastas pero veraces: nada ha podido la civilización contra el ascenso del fanatismo. ¿Acaso la globalización, la ciencia, el conocimiento o los valores morales de Occidente han logrado detener el fanatismo?
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