domingo, febrero 04, 2007

Medir las palabras (globales y no)

Rolando Cordera Campos

Con el drama de la tortilla, México topó con la noticia de que su problema económico fundamental, que tiene que ver con la capacidad de supervivencia y reproducción de su gente, no está resuelto. De no ser este el caso, como han dicho algunos analistas, de haber capacidades de producción e importación oportuna de los bienes básicos, entonces habría que admitir que la situación es peor, porque lo que el país tiene enfrente es un problema moral fundamental no resuelto, que habla de la mala distribución de los bienes esenciales, de su concentración con fines especulativos y de expoliación, lo que niega toda presunción de equidad y modernidad, o civismo, dentro de los propios cánones que ha podido darse la civilización capitalista.

Si esta es la perspectiva de México, hay razones para sugerirle al presidente Calderón que mida sus palabras, tanto las dirigidas al consumo interno como las destinadas a la venta global. Para enfrentar con éxito una situación como la sugerida se va a requerir de grandes dosis de cooperación y concertación política y social, y no hay nada peor para ello que ir por el mundo convulso de nuestros días asestando lecciones e inventando polarizaciones.

Por ejemplo: el 2 de julio, México no votó por el libre comercio, debido entre otras cosas a que tan evanescente tópico no estaba en la agenda electoral.

El libre comercio puede ser una hipótesis de trabajo escolar, o una aspiración permanente, una ilusión siempre buscada por grupos de fieles y hasta por inteligencias agudas, como las de The Economist actual y original, pero no es una realidad que pueda ponerse a disposición de votante alguno. Cuando se convierte en obsesión se vuelve sospechosa: puede traer consigo una perversión y siempre acaba siendo el fruto de una vanidad mal canalizada, como ocurre con muchos economistas que arriban al poder imbuidos de algún sentimiento salvacionista. No en balde el diablo, por boca de Paccino, decretó que la vanidad era su pecado favorito (vanity is my favorite sin, dijo aquél).

Lo que en las elecciones de julio se puso tímidamente en cuestión fue la continuidad de la política económica adoptada hace años para navegar por una globalización llena de ilusiones libertarias, pero dominada por realidades de dominio militar y hegemonías políticas y económicas. Este cuestionamiento tenía que ver sobre todo con la eficacia de dicha política para llevarnos a buen puerto, beneficiarnos nacionalmente de la apertura, y realizar aunque fuese poco a poco la promesa de bienestar hecha por quienes decidieron el cambio estructural globalizador y postularon la continuidad de una doctrina económica considerada como única por sus propios oficiantes.

Tampoco se votó por el pasado, sino por un futuro distinto a un presente que se busca imponer como continuo y que no ofrece sino más de lo mismo con menos recursos disponibles, dada la dilapidación del petróleo y la renuencia de las elites económicas a una reforma fiscal digna de tal nombre. Nadie propuso que el país se saliera de la globalización, aunque haya voces que reclamen la revisión de los modos como nuestra inserción se lleva a cabo. Voces como estas se oyen en francés, inglés, alemán o danés, pero pocos se atreverían a llamarlas retrógradas.

Los regaños y las lecciones sobre la modernidad "decente" provienen de la mala educación de españoles nuevos ricos, y ahora del presidente Calderón, que se deja querer por los intereses particulares ibéricos o busca presentar un México glamoroso que todos saben no existe. No es este un problema de política exterior "inexperta", sino una disonancia mayor del poder con el país que pretende gobernar.

En ninguna oferta electoral se propuso ir a economías cerradas y centralmente planificadas; en lo esencial, todas mantenían su apego al "modelo" de economía abierta y de mercado. Lo que se buscaba eran opciones para superar pronto la pobreza masiva y dejar atrás los dos problemas envenenados de que hablamos: el que tiene que ver con el abasto básico, y el que se nos presenta hoy agravado, entre otras cosas debido al discurso escogido por el presidente Calderón, que nos refiere a la moral social y la (in)capacidad política de convertirla en una ética pública calificada por objetivos de equidad y justicia distributiva.

Así, habría que admitir que la mayoría votó contra la continuidad, porque la entiende como un obstáculo serio para mantener y enriquecer la democracia. Con tanta pobreza, enrarecida por tanta desigualdad, no hay democracia que salga indemne. Y es por esto que hay que salirles al paso cuanto antes y con decisión. De esto se trata México hoy, aunque los publicistas pagados y los extraños exégetas y consejeros oficiosos de Calderón pretendan lo contrario.

El consejo y la publicidad buena están ahora en las calles, donde se fraguó la modernidad y se reproduce, aquí o en París, Roma, Madrid o Nueva York. Los viajes solían servir para aprender cosas como estas.

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