Angel Luis Lara*
Hago cola para facturar mi equipaje en un aeropuerto europeo. Viajo a Nueva York. Empleados de la compañía aérea estadunidense con la que vuelo gestionan el orden de la espera. Uno de ellos se me acerca y me pide el pasaporte. Mientras lo ojea entabla una amistosa conversación conmigo. Observa un visado paquistaní. ¿Ha estado usted en Pakistán? Esa es la primera pregunta de un larguísimo interrogatorio. Tomo conciencia de que viajo a uno de los epicentros geográficos de la guerra contemporánea. Y todavía no he despegado.
La guerra de nuestros días es global no solamente porque esté por todas partes, sino porque posee una naturaleza molecular. La hemos interiorizado incorporándola en las formas de vida de manera casi imperceptible. El paso de un régimen basado en la disciplina hacia una sociedad de control se consuma. Si la disciplina implica una inyección del orden desde instancias exteriores, el control bascula sobre un ejercicio de interiorización del mismo por parte de los individuos. La lógica de control trata de instaurar en cada ciudadano un repetidor del orden: terminales conectadas a un ejercicio generalizado de socialización de la función de policía.
El tipo que me pide el pasaporte no conversa, sino que interroga. Me ofrece una sonrisa y finge ser mi amigo en un lazo instrumental sin roce ni memoria. No quiere mi amistad, sino mi confesión. Es la personalización de una función de policía diferida y socializada.
A comienzos del siglo pasado, Georg Simmel hablaba del preocupante proceso de escisión del ciudadano en la modernidad: el desarrollo de las relaciones sociales capitalistas imponía una distancia entre la persona y su función social que hacía del capital una máquina de producción de esquizofrenia. La sociedad de control impone, sin embargo, una recomposición de ese originario desdoblamiento en la que cada vez resulta más difícil establecer la diferencia entre persona y rol social. Ese empleado de esa línea aérea se siente y opera como policía. Su función policial no es formal, ni declarada: resulta imposible escindirla de su propia persona. Este es quizás uno de los datos antropológicos más relevantes del régimen global de guerra de nuestros días: satura el devenir esquizofrénico del cuerpo social con la imposición de un automatismo paranoico. La guerra se hace forma de la política, la política se hace gestión del desorden y producción de pánico, el miedo instaura la paranoia como base de un régimen de control que interioriza en lo social la función de policía. Aterrizo en Nueva York. Un enorme letrero me da la bienvenida: "Hay 16 millones de ojos en la ciudad y contamos con cada uno de ellos. Si ves algo, di algo".
Max Weber indagó hace años la influencia de la religión protestante en el desarrollo del capitalismo. Explicó que la secularización no significa la desaparición del hecho religioso, sino su interiorización. Algo parecido propuso Foucault cuando habló de la paz y la guerra: "Detrás de la paz, se debe saber redescubrir la guerra. La guerra es la clave misma de la paz". Nuestros días son el escenario privilegiado de esa relación evidente. Las llamadas "misiones humanitarias" son guerras que hacen la paz. La conversión de los ejércitos en policías preparadas para la intervención rápida no sólo indica una mutación determinante del hecho bélico, sino que despliega una táctica de ocultamiento semántico de una guerra que no existe como tal porque no se declara. Esta desaparición de la guerra del orden del discurso es en realidad su conversión en fenómeno molecular. Como si se tratara de la experiencia de secularización de la que nos hablara Weber, la guerra atraviesa las formas de vida y la sociabilidad. "Para estar a la última es casi imprescindible que el atuendo de un joven incluya al menos una prenda con estampado de camuflaje", señala un weblog centrado en las ultimas tendencias de la moda. Incluso la producción televisiva, que tiene en las series de ficción uno de sus mayores exponentes, aparece atravesada invisiblemente por la lógica de la guerra actual. En el contexto de guerra global que habitamos, la producción de subjetividad televisiva atraviesa nuestro ocio catódico con estímulos que nos in-forman, es decir, nos dan forma.
La guerra tiene hoy un carácter abiertamente multilateral. Asistimos al colapso del proyecto neo-con cristalizado en el unilateralismo de la administración Bush. Su incapacidad para lograr una coordinación militar única de los frentes en Oriente Próximo, desvelada por el Washington Post hace unos días, subraya la definitiva derrota del intento de golpe de Estado en el orden global desatado tras el 11-S por el gobierno republicano. El multilateralismo emerge como nueva dimensión del ejercicio tanto de la soberanía, como de una guerra convertida definitivamente en acción continuada de policía global.
Zapatero, símbolo de la resistencia al unilateralismo estadunidense tras la retirada del ejército español de Irak en 2004, es consciente de ello. Su gobierno mantiene unos 3 mil militares repartidos por el mundo, 690 de ellos concentrados en misiones de policía en Afganistán. España es el segundo país de la OCDE que más ha aumentado su presupuesto en investigación militar en 2006, superado únicamente por Estados Unidos. El gasto militar español en 2007 ha experimentado un incremento de 5.6% respecto del ejercicio anterior, representando 18 veces más que las inversiones en vivienda o 32 veces más que lo presupuestado para cultura. La retórica pacifista de Zapatero, anclada en el vacío de la "alianza de civilizaciones" y en el mantenimiento artificial de unas cadavéricas Naciones Unidas, contrasta con su abierta apuesta militarista. La guerra parece convertirse una vez más en la clave misma de la paz.
(*) Sociólogo del Trabajo de la
Universidad Complutense. Músico.
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