José Steinsleger
A los comités de notables que se disponen a celebrar el bicentenario de la independencia, sugerimos tres tareas previas: 1) evaluar 1992, año en que los pueblos americanos fueron excluidos del convite; 2) aclarar qué se anhela festejar: ¿la independencia de los Hidalgo o de los Iturbide?; 3) considerar que hoy, en Bolivia, se reflexiona y delibera activamente en torno a las grandes palabras: libertad, patria, nación, república, derecho, soberanía, Estado, democracia, autonomía, Constitución, independencia...
Días atrás, conmemoramos la independencia política de Bolivia, donde sus pueblos no cesan de preguntarse quiénes se independizaron el 6 de agosto de 1825, cuando sus ideales quedaron en agua de borrajas. Por esto, rayan la cancha frente a las corrientes historiográficas que a las rebeliones de indígenas, mestizos y mulatos le asignan mecánicamente el papel de "precursoras" de la independencia.
En América, las luchas de los pueblos originarios fueron movimientos sociales contra el exterminio, la humillación racial y la explotación. En cambio, las juntas patrióticas del primer tercio del siglo XIX tuvieron de actores a militares y políticos que con un ojo velaban por sus intereses pecuniarios, y con el otro a los pueblos que, según Hegel, carecían de "historia".
La frustración de la independencia hispanoamericana se resume en cinco palabras: la desconexión entre ambas luchas. Dogma que, naturalmente, conlleva su contradicción. Entre algunos jóvenes privilegiados de la "Ilustración", la lectura y estudio de Rousseau, Voltaire, los enciclopedistas y el acta de la independencia estadunidense, suscitaban conclusiones distintas a las de sus pares europeos.
El mulato Bernardo de Monteagudo, por ejemplo, escribió a los 22 años Diálogos entre Atahualpa y Fernando VII, obra en la que sostenía que los derechos de España y del pueblo sobre España eran los mismos que los de los americanos en América. Monteagudo estudió en la Universidad de Chuquisaca (Sucre), institución circunscrita a la llamada Audiencia de Charcas en el virreinato del Río de la Plata.
La Universidad de Chuquisaca fue el hervidero ideológico en donde se formaron los criollos de la Ilustración americana. Por ende, no es casual que de sus claustros surgieran, en mayo de 1809, las primeras proclamas emancipadoras y los patriotas que poco después impulsarán las juntas independentistas de Buenos Aires, La Paz, Santiago, Lima y Asunción.
Pero los pueblos del Collasuyu (punto cardinal sur del Tahuantinsuyu), sometidos por el imperio inca primero, y por los españoles después, conocían en carne propia el sentido de aquellas palabras de alcance universal, pronunciadas por el mestizo cusqueño Dionisio Inca Yupanqui en las cortes de Cádiz el 16 de diciembre de 1810: "un pueblo que oprime a otro, no puede ser libre".
Ante las cortes en las que predominaban españoles y americanos alineados con la revolución liberal española, el Inca Yupanqui dijo también algo que bien podría ser considerado por los tribunos de la "Madre Patria", y los editores del diario El País de Madrid: "La mayor parte de sus diputados y de la nación, apenas tienen noticia de este dilatado continente".
La agitación de Chuquisaca prendió como reguero de pólvora en La Paz, Oruro, Potosí, Cochabamba. En La Paz, el movimiento fue acaudillado por Pedro Domingo Murillo, quien antes de subir al cadalso dejó una frase para el bronce: ¡Compatriotas: la tea que dejo encendida nadie la podrá apagar". ¿Pero a qué "compatriotas" se refería el prócer? ¿A líderes indígenas como Tupac Katari, de quien fue su carcelero y verdugo?
En las pampas de Ayacucho (Perú) y en la batalla de Tumusla (Bolivia) la Patria Grande selló el derrumbe del imperio español en América (1824). Pero al día siguiente, arrancó la conspiración de los "nacionalicidas" que convinieron en liquidar a quienes realmente creían en la independencia y la revolución.
La independencia se convirtió en torre de Babel, embadurnada de papeles y atosigada en las voces de quienes aún conservan el poder. Y los patriotas lúcidos y altruistas de la primera hora acabaron mal: Hidalgo, Morelos, Guerrero y Morazán, fusilados; Moreno, Sucre y Monteagudo, asesinados; Camilo Torres, descuartizado; Artigas, Bolívar, San Martín, O'Higgins, Nariño y tantos otros, muertos en el ostracismo y la miseria.
En su Manifiesto a los pueblos interiores del virreinato del Perú, el argentino Juan José Castelli, graduado en Chuquisaca y conocido en la Junta de Buenos Aires como el "orador de la revolución", planteó que sólo la fraternidad podía "igualar a las respetadas naciones americanas del mundo antiguo".
A punto de morir de un cáncer en la lengua (1814), Castelli escribió a su médico: "si ves al futuro, dile que no venga". A orillas del lago Titicaca aprendió que, en la cosmogonía andina, pasado, presente y futuro no existen. Los hijos de la Pacha Mama le dijeron que todo se resume en eterno devenir.
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