El material periodístico que durante 39 años se ha escrito y publicado sobre la matanza de Tlatelolco es por demás abundante. Si bien los primeros días y meses, e incluso años inmediatos, la sumisión al poder por parte de la mayoría de los medios informativos impidió que se supiera la verdad en su dolorosa magnitud, con el paso del tiempo esconder la realidad de lo que había pasado fue imposible. Libros y reportajes sobre la matanza empezaron entonces a publicarse.
Ahora, 39 años después y en tiempos en los que la desinformación de los grandes medios sobre las luchas populares se vuelve a editar mediante cercos informativos, cobra mayor relevancia el testimonio de un medio que el mismísimo 1968 fue de los pocos que con valentía mantuvo informado a sus lectores sobre los pasos del movimiento estudiantil popular de ese año: la revista Por qué?
A unas horas de los acontecimientos de la Plaza de las Tres Culturas, Por qué? sacó a la circulación un número extraordinario, registrando como tiro de esa edición la cantidad de 300 mil ejemplares. En su página 9 y siguientes, presentó un reportaje, sin firma, “objetivo sobre lo ocurrido el miércoles 2 de octubre de 1968”, con lo que la revista asentaba que creía “cumplir, en la medida de su modestia, con una labor que debía ser de todos los que en México se llaman periodistas.
Porque el 2 de octubre no se olvida, y en tributo a ese tipo de periodismo, los periodistas del servicio de noticias ISA reproducimos en esta fecha el citado reportaje.
Ahora, 39 años después y en tiempos en los que la desinformación de los grandes medios sobre las luchas populares se vuelve a editar mediante cercos informativos, cobra mayor relevancia el testimonio de un medio que el mismísimo 1968 fue de los pocos que con valentía mantuvo informado a sus lectores sobre los pasos del movimiento estudiantil popular de ese año: la revista Por qué?
A unas horas de los acontecimientos de la Plaza de las Tres Culturas, Por qué? sacó a la circulación un número extraordinario, registrando como tiro de esa edición la cantidad de 300 mil ejemplares. En su página 9 y siguientes, presentó un reportaje, sin firma, “objetivo sobre lo ocurrido el miércoles 2 de octubre de 1968”, con lo que la revista asentaba que creía “cumplir, en la medida de su modestia, con una labor que debía ser de todos los que en México se llaman periodistas.
Porque el 2 de octubre no se olvida, y en tributo a ese tipo de periodismo, los periodistas del servicio de noticias ISA reproducimos en esta fecha el citado reportaje.
Fue algo espantoso, de pesadilla. Bandadas de chiquillos histéricos, separados de sus padres en medio de la confusión, corrían horrorizados, en muchas ocasiones para ir a dar frente a los fusiles asesinos, que barrían sin piedad a la multitud. Un grupo de estos niños enloquecidos pasó frente al lugar donde el reportero se había refugiado. De pronto, el cráneo de uno de ellos pareció estallar, tal vez alcanzado por una bala expansiva, y el pequeño rodó por el suelo.
Sus compañeros huyeron, pero un chiquitín de unos seis años, estupefacto y seguramente sin saber lo que es la muerte, trataba inútilmente de reanimarlo. Sacudía desesperado el inerte cuerpecillo mientras gritaba. “Beto, Beto, ¿qué te pasó?”. La voz se fue quebrando, convirtiéndose en un ronco bisbiseo, hasta que se apagó por completo. Los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto, estrechamente unidos en un abrazo. Cuando logramos abandonar el refugio, ninguno de los dos se movía; quizá ambos estaban muertos; esta escena quedará grabada en forma indeleble en la mente del reportero; probablemente su cobardía le impidió salvar la vida del segundo niño, arrastrándolo hasta la zanja; pero las balas silbaban por todas partes, y el instinto de conservación es terriblemente egoísta.
Las armas nacionales se han cubierto de gloria
Fue una matanza estúpida, urdida por mentes enfermas. Lo ocurrido en Tlatelolco al anochecer del 2 de octubre de 1968 pasará a formar parte de las páginas más negras de nuestra historia. Y la Historia, con mayúsculas, habrá de condenar a quienes prepararon la emboscada contra el pueblo y a quienes la ejecutaron.
Porque el ejército, aunque haya sido atendiendo órdenes de sus superiores, actuó con una maldad extrema. Si se hubiera tratado de una guerra; si las tropas que se lanzaron contra el pueblo hubieran sido de un país enemigo, no habrían actuado con tanta falta de humanidad. En las guerras, los soldados disparan contra sus iguales, que van asimismo armados, y son extranjeros, enemigos. En Tlatelolco se trataba de masacrar a hombres, mujeres —muchas de ellas encinta— y a niños, que aparte de no llevar armas, eran compatriotas, tan mexicanos como los torvos matarifes que se cebaron en ellos.
El guardián de nuestras instituciones
Se trató de una operación minuciosamente planeada, con todos los recursos de la ciencia militar. El viernes anterior se había celebrado allí mismo otro mitin de estudiantes, que no fue agredido y transcurrió pacíficamente. Esto confió al pueblo, que cayó en la trampa.
Todo estaba calculado al detalle: los agentes de las diversas policías mezclados entre la multitud, que al comenzar la matanza se colocaron un guante blanco en la mano izquierda, para identificarse entre sí; el cierre de todas las vías de escape por el ejército, que se apostó, con las armas listas, en los lugares estratégicos, por donde necesariamente tendrán que buscar la salvación las víctimas de la siniestra emboscada; los helicópteros que sobrevolaban la Plaza de las Tres Culturas y que, al comprobar que la gigantesca ratonera estaba a punto, soltaron primero unas bengalas verdes, y luego otras rojas.
Ésta era la señal esperada para cerrar las pinzas. De las ventanas y azoteas de algunos de los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas hicieron varias descargas al aire y entonces la tropa atacó.
Si en balcones y azoteas se hallaban los que iniciaron la balacera, los soldados no dirigieron hacia allá sus armas: abrieron fuego sobre la multitud reunida frente al edificio Chihuahua.
Salido de la propia entraña del pueblo
La pacífica celebración del mitin del viernes anterior había provocado que pueblo y estudiantes confiaran en que ya no habría más represiones contra las reuniones de protesta por la no solución del problema estudiantil, y en la Plaza de las Tres Culturas se hallaban centenares de mujeres con niños pequeños, que iban a a protestar por la detención de sus hijos en las represiones anteriores.
Las primeras descargas de los soldados abrieron enormes claros en la multitud. Los cuerpos caían tronchados como espigas de trigo ante la hoz. Millares de personas emprendieron la fuga por diversos rumbos; pero todos los caminos estaban cerrados por las tropas, que abrían fuego contra la multitud, la hacían recular y correr en otras direcciones, para hallarse otra vez ante las bocas de fusiles y ametralladoras.
(La prensa, al día siguiente, dijo que los “francotiradores” que se hallaban en los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas disparaban lo mismo contra los soldados que contra la gente reunida en el mitin. Falso. Solamente se hicieron de ventanas y azoteas disparos al aire, y sus autores —agentes policiacos— se ocultaron y no volvieron a aparecer. La lógica más elemental indica que si quienes hicieron fuego desde los edificios hubiesen sido estudiantes o partidarios de ellos, habrían disparado contra el enemigo, contra soldados y policías).
(También informó la prensa que el general José Hernández Toledo, quien dirigió el ataque del ejército, “recibió un balazo en el pecho”, cuando pedía a los asistentes al mitin que se dispersaran, y al caer herido, fue cuando la tropa abrió fuego. Se informó que el general Hernández Toledo “sufrió una herida penetrante de tórax”; pero El Universal publicó una foto de uno de sus redactores, tomada a medianoche, en la que éste conversa con el general, que presenta magnífico semblante, con el tórax vendado. Increíble ejemplo este de vitalidad y resistencia a las balas, que desdichadamente no compartieron los que cayeron a racimos en la Plaza de las Tres Culturas).
Quienes se hallaban en las cercanías de los edificios que integran Ciudad Tlatelolco, acurrucados entre los automóviles para evitar ser alcanzados por las balas, fueron testigos de la forma en que los soldados, ya con la multitud en fuga total, actuaron con un sadismo increíble. Uno de ellos relató:
“Rechazada por todos lados, la gente intentó ponerse a salvo en el interior de los edificios; pero eran centenares los que se apiñaban en cada puerta, derribándose y pisoteándote unos a otros. En una de las escaleras del edificio del ISSSTE la gente se arremolinaba; ya casi la mayoría alcanzaba el primer tramo, cuando llegaron dos soldados con rifles automáticos, y sin compasión abrieron fuego. Todos los que se hallaban entre el piso bajo y la primera curva de la escalera quedaron allí, arracimados. La sangre bañó la baqueta y luego escurrió hasta la calle. Los soldados siguieron disparando, hasta que nadie se movió”.
Ésa era al parecer la consigna que tenían los soldados: disparar contra todo lo que se moviera. Y en esta criminal tarea eran auxiliados por agentes de la Judicial, de la Procuraduría General de la República, de la Dirección Federal de seguridad, de todas las policías, que debidamente identificados con su guante blanco cubriéndoles la mano izquierda, iban y venían, armados con pistolas y metralletas, disparando a discreción.
La maniobra de mezclar previamente a esos agentes entre la multitud, antes de iniciarse el ataque de las tropas, entraba en el plan tan minuciosamente preparado. Al comenzar la matanza, una de las primeras víctimas fue una muchacha estudiante que poco antes había hablado en el mitin. A su lado se habían colocado varios agentes, que inmediatamente después de que fueron lanzadas las bengalas y el ejército inició el ataque, se colocaron sus guantes blancos en la mano izquierda y la abatieron a balazos. Igual sucedió con otros estudiantes a los que previamente se había marcado, y no tuvieron la menor oportunidad de salvarse. (Quienes urdieron estos crímenes a sangre fría deben haber comprendido que hay figuras que se agigantan en la cárcel. En cambio, un muerto es un muerto, y todos tienden a olvidarse de él. Los casos de Demetrio Vallejo y Rubén Jaramillo son bien elocuentes).
En el lado de los asaltantes, se dijo que murió un cabo y que “muchos” soldados resultaron heridos. Aquí destaca la falta de imaginación de quienes urdieron el ataque contra el pueblo. Porque si los “agitadores” disponían de armas largas y metralletas “de fabricación rusa y checoslovaca”, según la dijeron a la prensa que dijera, ¿cómo es posible que hubiera tan pocas bajas entre la tropa? Los soldados son de carne, también les entran las balas; ¿no sería más factible que ese muerto y los “muchos” heridos hayan sido víctima de sus propios compañeros, ya que en muchos casos se disparó contra la multitud hasta desde tres puntos opuestos?
En cuanto a las armas que dizque tenían los “agitadores”, vaya este dato: en la unidad Alemán, de Coyoacán, la policía localizó a dos guatemaltecos y un mexicano, que tenían un “arsenal” integrado por un rifle automático. Cerca de Coyoacán no ha habido disturbios, y la sagacidad policiaca llegó a tanto; en cambio, en Tlatelolco, rodeado desde hace días por granaderos, vigilado celosamente por agentes secretos, extrañamente introdujeron todo un equipo bélico ruso-checo sin que nadie se enterara.
¿Cuántas personas murieron?
Haciendo gala de su increíble desprecio al pueblo de México, la prensa diaria minimizó la matanza y tomó por buenas las declaraciones del señor Fernando M. Garza, director de prensa y relaciones públicas de la Presidencia de la República, quien afirmó en conferencia con los corresponsales extranjeros y los diaristas locales, a la una de la mañana del jueves 3, que había habido en total “cerca de 20 muertos, 75 heridos y 400 detenidos”, y que el ataque del ejército “acabó con el foco de agitación que ha creado el problema”.
Sólo en la Plaza de las Tres Culturas deben haber quedado tirados más de cien cadáveres. Aparte, otros muchos quedaron grotescamente encimados en las escaleras de casi todos los edificios que rodean el lugar donde se celebraba el mitin. También en las azoteas de esos edificios hubo muertos, pues en un esfuerzo porque nadie escapara con vida, la estrategia militar previó la utilización de los helicópteros, cuyos tripulantes, luego de barrer las azoteas, dirigieron algunas ráfagas de ametralladora contra la gente que huía de la Plaza de las Tres Culturas.
A las nueve de la noche, tanto el hospital de la Cruz Roja como el Rubén Leñero, de la Verde, fueron rodeados por cordones de policías. A esa misma hora, la jefatura de estado mayor de la Secretaría de la Defensa ordenó a la Cruz Roja suspender el servicio de emergencia. Camiones y ambulancias del ejército se encargaron entonces de recoger los cadáveres regados en la Plaza de las Tres Culturas. ¿A dónde los llevaron? No se informó de que las unidades del ejército hubieran entregado cadáveres en la tercera delegación, dentro de cuya jurisdicción tuvo lugar la matanza. ¿Irían esos cuerpos a parar en alguna fosa común? ¿En algún crematorio? La verdad sobre el número de víctimas tal vez nunca llegue a saberse. A la hora de salir a la luz pública esta edición de Por qué?, seguramente muchos lectores habrán notado la “desaparición” de algún amigo o familiar. Y en centenares de hogares capitalinos seguirán aguardando, con angustia, al hermano, al hijo, al padre o a la madre o a la hermana desaparecidos, manteniendo la débil esperanza de que se hallen en alguna cárcel o en el inmenso presidio en que ha sido convertido el Campo Militar número Uno, y no en una oscura fosa ignorada, o convertido en cenizas.
Esa angustia ante los seres queridos “desaparecidos”, ya podía palparse a la hora de escribir este reportaje: millares de capitalinos recorrían las delegaciones, hospitales, los anfiteatros de las delegaciones, en lamentable y trágico peregrinar sólo alentado por la llama de la esperanza ya a punto de extinguirse.
La explicación que se dio por haber dictado la medida de suspender el servicio de emergencia de la Cruz Roja y acordonar los hospitales fue “que se trataba de evitar la presencia de intrusos en las salas de emergencia, y poder interrogar a los heridos”. Increíble diligencia ésta para interrogar a quienes, habiendo sufrido heridas causadas por armas de grueso calibre, seguramente, si se salvan, no podrán hablar en muchos días. Parece más razonable la suposición de que lo que se hizo fue desaparecer cadáveres, con el fin de presentar a la opinión pública un número “decoroso”, que contenga la indignación que embarga a todo el pueblo por este acto de tanta vileza, al que ningún mexicano bien nacido puede hallar explicación.
Porque si como dijo el director de prensa y relaciones públicas de la Presidencia de la República, Fernando M. Garza, con esta operación tan bien planeada “se acabó con el foco de agitación que ha causado el problema”, ¿qué razón, qué explicación puede haber para que los soldados dispararan contra la multitud reunida en la Plaza de las Tres Culturas?
Se dijo que todos los integrantes del Consejo Nacional de Huelga fueron detenidos. Éstos se hallaban en le tercer piso del edificio Chihuahua, y bastaba con que los numerosos agentes vestidos de civil que estaban mezclados entre la multitud se hubieran colocado en las puertas de acceso, con sus armas en la mano, durante el breve lapso de tiempo en que las tropas hubieran llegado desde sus posiciones hasta ese lugar. Nadie hubiera podido escapar. Pero no; se trataba tal vez de “hacer un escarmiento”, no sólo con los estudiantes, sino también con las madres de familia, que se estaban tornando sumamente beligerantes, y el día anterior habían gritado horrores contra el PRI y el gobierno en la Cámara de Diputados, a la hora en que el “jefe del control” ordenó que se suspendiera la sesión, ante los gritos de las mujeres que les pedían tratar en la tribuna el problema estudiantil y los excesos oficiales.
(Continuará)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario