Pedro Miguel
La semana pasada, en la Asamblea General de la ONU, tuvo lugar una reunión ministerial, presidida por Italia y Portugal, para estudiar la eliminación mundial de la pena de muerte. El canciller español Fernando Moratinos expuso la posición del grupo de países abolicionistas y pidió una moratoria universal de las ejecuciones como “un paso importantísimo en el camino hacia la desaparición total” de ese castigo. Los manriquistas apegados a la máxima de que todo tiempo pasado fue menos peor debieran revisar este dato: en tres décadas (de 1977 a 2007) el número de países en los que la pena de muerte ha caído en desuso pasó de 16 a 128: son 89 los que la han prohibido en cualquier circunstancia, otros 10 han limitado ese castigo a situaciones excepcionales (traición en tiempos de guerra, por ejemplo) y 29 no lo han aplicado en la última década.
Ciertamente, en el mundo hay mucha hipocresía sangrienta: se sospecha que en los años setenta del siglo pasado, aunque en Alemania ya no había pena de muerte, la policía la aplicó de hecho y suicidó en sus celdas a los cabecillas de la banda terrorista Baader-Meinhof; a principios de la década siguiente, los servicios secretos de la civilizada Francia perpetraron un atentado terrorista en Nueva Zelanda, en el que murió un fotorreportero; en México, en el sexenio de Salinas, centenares de opositores políticos fueron asesinados; y qué decir de Israel, donde la pena máxima no existe de manera oficial, pero cuyas autoridades practican con regularidad, en los organismos de dirigentes palestinos, el arte de la “ejecución extrajudicial”. Ninguna de esas situaciones atenúa, sin embargo, la importancia de una tendencia mundial claramente contraria a la pena de muerte ni eclipsa los avances en la abolición de un ritual vengativo y homicida. Es inadmisible el asesinato de Estado, pero que sea legal resulta, además, grotesco, vergonzoso y agraviante.
En el siglo XII de esta era el judío andaluz Maimónides proclamó que es preferible liberar a un millar de culpables que sentenciar a muerte a un inocente, y desde entonces los cuchillos del Estado han vertido, con justificación legal o sin ella, una cantidad enorme de sangre de inocentes, de culpables y de inimputables. Un punto de viraje importante en la historia del rechazo a la pena de muerte es el momento en que este castigo deviene repugnante no sólo por la posibilidad de que su aplicación sea un error irreparable, sino porque, aun con la certeza absoluta de culpabilidad que reclamaba el filósofo sefardí, privar de la vida a cualquier ser humano, así haya cometido los actos más monstruosos, es una severa derrota para toda la especie y para sus posibilidades de desarrollo.
El sueño fundamental de la civilización, con todo y sus extravíos, consiste en atemperar las pulsiones bioquímicas por medio de normas éticas, legales, diplomáticas, políticas, comerciales, deportivas. Todo el andamiaje de la cultura tiene por propósito evitar que tomen el mando de nuestros actos el lagarto primigenio que llevamos dentro, el gen asesino, la hormona de la depredación, la rapiña, la territorialidad y la venganza. Cada vez que las balas del pelotón se introducen en una caja torácica, que el veneno de la triple inyección penetra en el torrente sanguíneo del ajusticiado, que la soga enloquece de pasión por un cuello, los verdugos degradan a su víctima, se degradan y nos degradan al resto de los humanos, a quienes nos obligan a presenciar nuestra condena a una animalidad empeorada por las virtudes tecnológicas.
Ninguna causa y ningún paradigma –la democracia, el socialismo, o esa mezcla pekinesa de dictadura comunista con mercado salvaje– aportan corrección a la barbarie. No hay argumento jurídico ni de seguridad pública capaz de hacer pertinente el asesinato. Ninguna soberanía nacional –ni la estadunidense, ni la cubana, ni la china, ni ninguna otra– justifica la preservación de los cadalsos, porque los países son sistemas de convivencia, no rastros ni criaderos de cocodrilos hambrientos de las vísceras del congénere. Los países matones tienen que saber que son motivo de vergüenza mundial, de repudio generalizado, de asco inmediato y palpable. Sólo así será posible amarrarles las manos a los verdugos, desde Teherán hasta Texas.
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