Pedro Santander Molina
“La mejor defensa es el ataque”, dijo Hugo Chávez ante las cámaras, “No”, corrigió el comandante Fidel Castro, “la mejor defensa es el contraataque”. Hablaba en ambos casos la voz de la experiencia, la de Chávez con un paro patronal, un intento de golpe de estado y una sistemática campaña de desestabilización en su contra, y la de Fidel con todo eso y centenares de ataques más contra su persona y contra el proceso revolucionario cubano por 50 años.
Pero, además de la diferencia en cantidad, hay un elemento muy particular que hace una diferencia en las experiencias de ambos mandatarios: el golpe de estado contra Chávez en abril de 2002, es el primero que ocurre en América Latina en el Siglo 21 y el primero en el mundo en ser calificado por diversas voces (intelectuales, políticos, periodistas, etc.) como un golpe mediático.
Los medios de comunicación venezolanos jugaron un papel crucial en la planificación, preparación y ejecución del golpe contra Chávez, operando como verdaderos centros de conspiración. De esa experiencia parece nacer el contraataque que el gobierno bolivariano está llevando a cabo en Venezuela en el campo de los medios de comunicación, tras una primera etapa de ataque bolivariano que no comentaremos en este artículo, el contraataque nos interesará en esta ocasión.
A diferencia de lo que una lectura rápida y superficial pudiera sugerir, el contraataque no se concentra en el ámbito de las restricciones o prohibiciones a los medios privados que son mayoritariamente opositores al Gobierno bolivariano. De hecho, el 78% de las estaciones de TV en VHF son utilizados por el sector privado; en la banda UHF, en tanto, el 82 % es operado por privados. Con la prensa escrita pasa otro tanto. Es decir, el 80% de la producción y circulación de los mensajes mediales de Venezuela lo producen corporaciones. Incluso el bullado caso de RCTV no fue un cierre, dicho canal sigue transmitiendo, sólo que por bandas distintas a la señal abierta del espacio radioeléctrico, propiedad del Estado.
El contraataque no pretende limitar la libertad de expresión en Venezuela (sin ninguna duda muy superior a la existente en Chile), sino ampliarla aún más y volverla participativa. Tres son los pilares de esta estrategia que es revolucionaria no sólo en el sentido político, sino también en el desafío que plantea a las experiencias y a las teorías de la comunicación; ya veremos por qué.
En primer lugar, la nueva carta fundamental reconoce la comunicación como un derecho constitucional, tanto privado como público; “se garantiza el secreto e inviolabilidad de las comunicaciones privadas en todas sus formas”, reza el art. 48 y el art. 58 – al que la oposición se opuso tenazmente- señala “toda persona tiene derecho a la información oportuna, veraz e imparcial, sin censura, así como derecho a réplica”.
El segundo lugar, se establece un apoyo que es inédito en las experiencias mundiales a la comunicación local y a los medios comunitarios. La Ley Orgánica de Telecomunicaciones (art. 191) impide la concentración de la propiedad e incentiva específicamente el desarrollo de los medios comunitarios (radiodifusión sonora y tv abierta comunitaria). ¡Qué diferencia con Chile, país desde donde escribimos estas letras! No sólo estamos en nuestro país asfixiados por la concentración económica y su consiguiente clausura discursiva, además, acá se establecen todo tipo de restricciones a las experiencias de comunicación alternativa. Por ley, las radios comunitarias no pueden transmitir publicidad (a diferencia de las comerciales), tienen que renovar permiso cada 3 años (a diferencia de los 25 años de las comerciales); su capacidad de transmisión está limitada a 1Watt de potencia (a diferencia los 20 W. de las comerciales.), etc. En cambio, en Venezuela la concesión para una emisora comunitaria no es otorgada a privados, sino a una “fundación comunitaria”, es decir, una fundación plural y local que obliga a la comunidad a organizarse en torno a la problemática de la comunicación.
En tercer lugar, y esto es lo que resulta de lo más sorprendente para la teoría de la comunicación: el Reglamento de Radiodifusión Sonora y TV Abierta Comunitaria exige que el contenido, es decir, la programación de una emisora comunitaria, sea producido en un 70% ¡por y dentro de la comunidad!, la estación por sí misma sólo puede producir un máximo de 15% a 20% de la programación, por lo tanto, el resto del contenido tiene que ser producido por voluntarios de la propia comunidad.
De este modo ocurre una situación no prevista por los estudios y las experiencias clásicas de comunicación: la propia audiencia se convierte en emisores de sus medios, de hecho, está por ley obligada a serlo si quiere que su medio de comunicación funcione. Esta idea de que cualquier persona puede ser emisor y, a su vez, forme parte de la comunidad que lo recepciona es revolucionaria.
Tradicionalmente en los medios pocos producen mensajes para muchos (la audiencia) y esos muchos están estructuralmente impedidos de acceder al polo de la producción de mensajes, por lo tanto, de influir en el contenido de manera directa. Eso lo que algunos autores denominan asimetría estructural o flujo asimétrico. Por eso esta iniciativa –respaldada por la Constitución- es revolucionaria en todo el sentido de la palabra: es nueva, pone patas arriba la teoría y las experiencias tradicionales, obliga a la comunidad a capacitarse y a organizarse e impide que la lógica comercial imponga sus condiciones a los medios de comunicación.
En ese contexto se han otorgado desde el año 2000 más de 25 estaciones de TV comunitarias, más de 150 estaciones de FM comunitarias, y otras tantas decenas de estaciones de TV UHF.
Es el contraataque al golpe mediático, o sea, la mejor defensa.
Pedro Santander Molina es Periodista. Director Postgrado en Comunicación Pontificia UCV
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