Pablo Romo Cedano*
El día 27 de diciembre de 1997, horas antes del amanecer, en una operación sorpresa, miembros de organizaciones de derechos humanos y de la Cruz Roja, acompañados por elementos de la Procuraduría General de la República fuimos a rescatar a varias familias secuestradas por paramilitares en las comunidades Los Chorros y Pechiquil en Chenalhó, Chiapas. Estas familias estaban amenazadas de muerte si no cooperaban con las bandas armadas que tenían control total en varias comunidades de la región.
Dos padres de familia, que prefiero omitir sus nombres, aterrados por las noticias que les llegaron de la masacre en Acteal, nos enviaron un mensaje de auxilio, a pesar del riesgo que eso les hubiera podido acarrear. Nos urgían que les ayudáramos a sacar a sus familias. La operación era difícil por el clima de tensión y violencia que se vivía en esos momentos en Chiapas y particularmente en ese municipio. Por ello pedimos a la Comisión Nacional de los Derecho Humanos (CNDH) y al licenciado Jorge Madrazo que nos ayudaran.
La madrugada era muy fría y llovía insistentemente. Al llegar a la comunidad de Los Chorros, los vecinos se percataron que dos familias escapaban. Algunos señores se acercaron al convoy pidiendo también que les ayudáramos a sacar a sus familias y sus pertenencias. Imposible transportar cosas, no había tiempo: los papeles más importantes y la familia. Uno tras otro llegaba con la misma súplica. Habíamos pensado salir antes del amanecer, pero fue imposible. Aquello se convirtió en una procesión lenta y empapada por la inclemente llovizna. Un contingente de militares de la cercanía de la comunidad se unió al de los 400 refugiados que salieron de Los Chorros y de Pechiquil aquella mañana.
Atrás dejamos el poblado y al menos unas 70 casas quemadas. Esas casas arrasadas y saqueadas habían pertenecido a pobladores que se negaron a cooperar económicamente con los paramilitares, a encubrirlos y a colaborar en sus acciones. Esas 70 familias habían huido en las últimas semanas para buscar refugio donde fuera. A las familias de refugiados que en las semanas y meses anteriores habían acudido a las oficinas del Fray Bartolomé, les acompañamos a presentar su denuncia ante la Subprocuraduría de Asuntos Indígenas, donde, con invariable amabilidad, nos recibía el licenciado David Gómez Hernández. Las denuncias se acumularon una tras de otra, muertas de la risa. Nunca se movió un dedo para investigar los hechos. Las denuncias ante la CNDH también se fueron acumulando y las medidas precautorias que solicitó el organismo (3 de diciembre 1997) al gobierno de Chiapas para proteger a los habitantes de Chenalhó sirvieron para engrosar expedientes inútiles.
Salvador Ruiz Hernández (de 17 años en ese entonces) nos narró, cuando salimos de Los Chorros, que la gente era obligada a robar y quemar las casas de los que huían, de lo contrario los paramilitares violaban a sus esposas o madres. Cuando Salvador se negó a acompañar a los armados en sus “rondines” con la policía de seguridad pública, fue amarrado a un árbol, le pegaron y lo patearon durante varios días.
Al llegar a la carretera que une Pantelhó con San Pedro Chenalhó otro río de refugiados caminaba con paso lento, cansado. Este enorme grupo había partido de X’Cumumal a siete horas montaña arriba. Eran más de 3 mil, nosotros unos 400. De otras muchas comunidades también se fueron uniendo a ese triste éxodo. Ese día llegaron a Polhó cerca de 6 mil refugiados. Eran de todas las organizaciones y de todas las religiones. Llegaron ahí porque ahí les dieron refugio. Otros se fueron a Xoyep y los menos a San Cristóbal.
El 27 de diciembre los aterrados pobladores de Chenalhó fueron visibles ante las cámaras de reporteros nacionales y del mundo. Antes, esos desplazados de guerra no eran visibles, eran negados, como la propia guerra. El gobierno de Chiapas gastó miles de pesos en desplegados e inserciones pagadas para negar el dolor y terror que causaban los paramilitares y la propia guerra. Por ejemplo, cuando Ricardo Rocha presentó su impresionante reportaje en televisión nacional, develando la vida del campamento de refugiados de Xoyep, le ameritó desplegados pagados como costes de contrapropaganda del erario nacional, acusándolo de farsante, de haber hecho montajes. No faltó el editorialista enchayotado que lo calificara de insidioso, de enemigo de la paz y de Chiapas.
La destrucción del tejido social, “acabar con el agua al pez”, es uno de los frentes de guerra que siempre se encubrió con nombres como “apoyo a la comunidad” o “servicio comunitario”. Negar la guerra es parte del arte de la guerra. Para construir la paz se precisa la verdad, auque sea dolorosa.
* Ex director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, actualmente coordinador del Observatorio de la Conflictividad Social
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