Situadas en los alrededores, autoridades prefirieron ignorar lo que pasaba en Acteal
Las nuevas versiones de lo que ocurrió dejan de lado la probada responsabilidad oficial
Testimonios de dos asesinos confesos, material para construir el argumento de la “batalla”
Hermann Bellinghausen (Enviado)
Integrantes de Las Abejas en la inauguración del Encuentro contra la Impunidad Foto: Víctor Camacho
San Cristóbal de las Casas, Chis. 20 de diciembre. Ante el relato del 22 de diciembre de 1997 contenido en el libro blanco sobre Acteal, publicado por la Procuraduría General de la República (PGR) un año después de la masacre, uno pensaría que el escenario descrito es vasto: el tramo Majomut-Acteal, donde se mueven los servidores públicos que anduvieron por ahí, es de unos tres kilómetros por carretera, y en línea recta menos de dos. A un lado de Majomut, un poco más lejos, está Polhó. Todo el día se escucharon los balazos en todos estos lugares, y hasta más lejos.
Las asépticas declaraciones de los jefes policiacos harían suponer, falsamente, que sólo estando en Acteal era posible saber que algo sucedía. No obstante que mantuvieron contacto radial con sus mandos y el gobierno en Tuxtla Gutiérrez, aun la tarde de ese lunes, cuando los hechos estaban consumados, el secretario de Gobierno, Homero Tovilla Cristiani, aseguraba que el “incidente” había pasado y todo estaba bajo control.
Se lee que el 22 de diciembre, el general retirado Julio César Santiago Díaz, director de Policía Auxiliar y coordinador de asesores de Seguridad Pública (SP) del estado, se encontraba en el lugar desde las once de la mañana, junto con el comandante Roberto García Rivas y el oficial de SP en Majomut, Roberto Martín Méndez Gómez.
Éstos “omitieron realizar las acciones que podrían haber impedido la matanza de los 45 indígenas tzotziles, a pesar de que tenían el deber jurídico de tomar medidas y dar instrucciones al personal de SP destacamentado”. El general y sus acompañantes andaban en realidad repartiendo 300 chamarras a los agentes, según sus propias versiones. Santiago Díaz admitió además que realizaba una “revisión física” del área. Su reporte y el de los jefes policiacos era “sin novedad” hasta las once de la mañana.
Entonces se supo de disparos. Sus testimonios los muestran yendo y viniendo por las afueras de Acteal. A veces se tenían que esconder para no recibir un balazo. A veces disparaban al aire. Hacia el mediodía había recibido “un mensaje de alerta del director de SP José Luis Rodríguez Orozco, en el que refería disturbios en la región”.
Cumpliendo órdenes se aproximaron y vieron a los primeros heridos, que huían. Ya antes un indígena que salió a denunciar los hechos fue aprehendido por la policía y liberado un día después, cuando lo mismo daba.
En el libro blanco la PGR admite haber documentado “la existencia de grupos de civiles armados en el municipio de Chenalhó, no organizados, articulados, entrenados ni financiados por el Ejército mexicano ni por otras instancias gubernamentales, sino que su gestación y organización responde a una lógica interna determinada por la confrontación entre las comunidades y dentro de las comunidades con las bases de apoyo zapatistas”. Ofrece nombres, fechas, hechos. Un grupo de “autodefensa” con el cual la policía fue permisiva y hasta formativa, pero no más.
En una de sus recientes comparecencias televisivas, Héctor Aguilar Camín, en su papel de revisor del expediente Acteal, externó la posibilidad de que dada la magnitud de la situación en Chenalhó debió ser del conocimiento, cuando menos, de la zona militar.
En efecto, sería de elemental inteligencia militar. Lo extraño es que el autor no sospeche siquiera que eso implicaría responsabilidades de mayor nivel. Federal, digamos. La 39 Zona Militar de Chiapas y toda la Séptima Región eran, a la sazón, el mayor despliegue castrense en el país, un ejército en sí mismo y prioridad indiscutible del Ejército federal. De ahí ¿cuál era su distancia institucional con el presidente de la República y comandante supremo de las fuerzas armadas?
La masacre fue producto de un proceso de intervención social, militar e institucional que se documentó públicamente desde mayo de 1997. La víspera de la masacre se sabía del inminente ataque. Los menos sorprendidos debieron ser los miembros del comando supremo, que revisaban diariamente la situación en Chiapas. Chenalhó era un foco rojísimo.
Al atraer el caso, la PGR encontró que la Subdirección de Averiguaciones Previas de la Subprocuraduría de Justicia Indígena había registrado 57 averiguaciones del 27 de mayo al 28 de diciembre de 1997, “de las cuales 34 fueron atraídas por el Ministerio Público de la Federación, por considerar que son antecedentes que explican la problemática delictiva anterior al 22 de diciembre de 1997 y, por tanto, las divisiones entre grupos de la misma etnia, derivadas –sobre todo– de elementos de tinte político y económico”.
Hasta el 30 de diciembre, dice la PGR, “en ningún caso se había ejercitado acción penal, a pesar de que varios de los probables responsables habían sido ya identificados por los denunciantes; tampoco se habían practicado las diligencias necesarias para integrar las indagatorias conforme a derecho, no obstante que el entonces procurador general de Justicia del Estado, Marco Antonio Bezares Escobar, había girado instrucciones”.
La PGR se ufanaba –en diciembre de 1998– de haber obtenido “un número importante de declaraciones, muchas de ellas rendidas por testigos presenciales de los hechos, entre ellos los propios lesionados, quienes dan datos específicos de los acontecimientos y nombres de los agresores”. Los militares (se supone que en retiro o con licencia) involucrados nunca pisaron la cárcel. Ni siquiera los sentenciados, como Santiago Díaz.
A la luz de la revisión practicada desde 2006 por los nuevos abogados de los paramilitares presos, se han presentado versiones “inéditas” de lo que habría ocurrido hace diez años. Esto desde que iniciaron la redacción de un anunciado libro sobre el tema el director de la división de estudios jurídicos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), Alejandro Rosas, y el líder presbiteriano Hugo Eric Flores Cervantes, panista y ex miembro del nuevo gobierno federal como oficial mayor de la Secretaría de Medio Ambiente (además de presidir la agrupación política Encuentro Nacional).
Poco duró Flores en el cargo, pues fue despedido por inocultable corrupción, lo cual no le ha impedido continuar su cruzada en defensa de indígenas presos que se pretenden inocentes.
Con base en nuevos testimonios de dos asesinos confesos de Acteal se elaboró la versión de una “batalla”. Su alegato deja ver que los testigos, quienes tardaron cuatro años en confesar su crimen, necesitaron otro tanto para ajustar su versión a lo asentado en los expedientes y ahora aseguran que fueron sólo nueve atacantes (el mínimo indiscutible según las pruebas materiales de la PGR).
El resto es ya ficción, aprovechada por los “desenterradores” intelectuales del CIDE, del Instituto Tecnológico Autónomo de México y anexas, en un sorprendente ejercicio de escatología literaria, sesgada necrofilia y racismo mal disimulado. Son juntacadáveres virtuales de una “escena” oportunamente destruida por los funcionarios estatales Jorge Enrique Hernández Aguilar y Uriel Jarquín. Éstos, inhabilitados para ocupar cargos, siguieron siendo asesores.
El primero, de los gobiernos de Chiapas. El segundo, desde hace tres años, de la fracción perredista en el Congreso de Michoacán (Cambio de Michoacán, 10 de diciembre de 2007).
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