Jaime Avilés
Cuando nadie apostaba por la industria petrolera brasileña, el gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva anunció, hace tres semanas, el hallazgo de un gigantesco yacimiento de crudo y gas. Ahora, el país más grande y poblado de América Latina (189 millones de habitantes en 8.5 millones de kilómetros cuadrados) es también la tercera provincia energética del continente, después de Estados Unidos y Venezuela, y una potencia… en potencia, con altos riegos de avasallamiento para Argentina (40 millones de habitantes en 3 millones de km2) y por supuesto para sus débiles vecinos, Uruguay, Paraguay, Perú y Bolivia, y las bulliciosas Colombia y Venezuela.
No por nada, esta semana Brasilia endureció, mediante el Senado, su relación con el gobierno de Hugo Chávez, para enfriar un poco el proceso de integración comercial con Caracas, porque las prioridades ya no son las mismas. Pero al margen de tales consideraciones geopolíticas, que no deben resultarnos ajenas porque la brasileña y la nuestra son las dos economías más grandes de la región, ¿por qué tendríamos que descartar una sorpresa similar en materia de petróleo en México? ¿Por qué habríamos de renunciar a la esperanza, también en este aspecto? ¿Basándonos en qué criterios?
Desde los tiempos de Carlos Salinas de Gortari, Pemex no realiza trabajos de exploración. Sin embargo, las superpotencias cuentan con información detallada acerca de lo que todavía queda en nuestro subsuelo. Si en verdad tuviéramos reservas nada más para los próximos 10 años, Wall Street y George WC, J.M. Aznar y M. Vargas Llosa, The New York Times y la prensa ibérica no habrían apoyado con tanto ahínco el fraude electoral del 2 de julio. Sabían que si Andrés Manuel López Obrador hubiera llegado al poder, Repsol y los texanos habrían tenido que esperar al menos otros seis años para adueñarse de nuestro petróleo. Y, obviamente, para eso, con la torpe ayuda de Vicente Fox y de los empresarios nativos, incrustaron en Los Pinos a Felipe Calderón.
Hoy la vida cumple un año desde que ese individuo incompetente y boquiflojo entró en la Cámara de Diputados como un ratoncito a través de un hoyo en la pared, para colocarse él mismo la banda tricolor y salir huyendo. Durante este lapso ha ocurrido con exactitud todo lo que la ultraderecha panista vaticinó que sucedería bajo el gobierno de López Obrador: subió como nunca el precio de la tortilla, se encarecieron todos los productos de la canasta básica así como la gasolina y la electricidad; se agudizó el desempleo, creció la inseguridad, aumentó la deuda externa, y la represión y el autoritarismo se tradujeron en muertos, heridos y presos políticos, e incluso desaparecidos, en una proporción equiparable a la de la guerra sucia, con la pequeña diferencia de que esta catástrofe sólo puede atribuirse a Calderón y sus cómplices.
Pero si del Poder Ejecutivo se adueñó una banda de tal calaña, en el Judicial continúa en funciones una pandilla de delincuentes de toga y birrete que cumple con la horripilante función de legitimar lo abominable: la pederastia, el secuestro, la tortura sicológica (en el caso de la periodista Lydia Cacho, y pronto, en el caso de Oaxaca), el asesinato, el terrorismo de Estado y la brutalidad contra un pueblo que lucha por la vía pacífica.
Mientras tanto, en el Poder Legislativo se ha consolidado la alianza de los diputados y senadores del Partido Revolucionario Institucional de Acción Nacional Democrática (PRIAND), que en este primer año del espuriato dio pasos muy importantes para preparar el relevo de Calderón mediante un nuevo fraude, ahora en beneficio de Enrique Peña Nieto. No puede entenderse de otro modo la reforma que llevaron a cabo para arrebatarle el control del Instituto Federal Electoral a la profesora Elba Esther Gordillo, echando a la basura a Luis Carlos Ugalde para remplazarlo por un personaje tan deshonesto como Jorge Alcocer o alguien de la misma estofa.
Lo más gracioso es que al redactar las nuevas reglas del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales los senadores atenuaron las sanciones que sacarían del aire, hasta por 36 horas, a las televisoras que violaran la prohibición de difundir espots políticos. Y en este sentido fue milagrosa la intervención de Manlio Fabio Beltrones, quien tuvo la atingencia de introducir un inciso para garantizar la transmisión de los espectáculos deportivos y sentimentales más vistos por el público. Beltrones, en sus propias palabras, “salvó el futbol y las telenovelas”, una hazaña que lo hace merecedor a una estatua de mármol en la glorieta del Ángel, y a que ahora en Navidad las masas llenas de gratitud le canten: “Jingle Bel, Jingle Bel, Jingle Bel-tro-nes…”. Porque no es para menos.
Con las instituciones públicas en manos del hampa, algunos lectores han escrito al buzón de esta columna para preguntar si acaso la inundación de Tabasco no fue provocada por el “gobierno” federal con el afán de permitirle a Calderón llegar a la tierra de López Obrador en calidad de héroe que entrega despensas y reparte vales de 10 mil pesos para que la gente, la que sea, la que los agarre en el tumulto, pueda ir a las tiendas Elektra, de Ricardo Salinas Pliego, a canjearlos por muebles y aparatos electrodomésticos.
Bush, escribe por ejemplo El Caníval Rodríguez, “era un presidente sin legitimidad, pero después de los ataques del 11 de septiembre cobró un rol protagónico”. Si son ciertos –y conste que el “gobierno” no ha refutado– los datos técnicos que explican cómo la Comisión Federal de Electricidad y la Comisión Nacional del Agua abrieron las compuertas de la presa Peñitas para inundar Villahermosa, “lo lógico sería pensar que se trató de una acción deliberada para que se luciera el pelele”.
Es una hipótesis, desde luego, y muy respetable. Desde los tiempos de Zedillo el manejo de escándalos mediáticos ha formado parte de los usos y costumbres de los gobernantes neoliberales. Queda clarísimo que eso fue lo que sucedió hace dos domingos tras la doble jugada consistente en tocar las campanas de Catedral con propósitos provocadores, para que personas, manipuladas o no, entraran a protestar en el templo. Este era un requisito indispensable y premeditado para que luego el bombardeo propagandístico en radio y televisión aturdiera al país más de una semana. ¿Y para qué? Para evitar que se discutiera la propuesta de López Obrador en defensa del petróleo, y se ignorara la denuncia contenida en la película de Luis Mandoki, Fraude: México 2006.
En ese documental extraordinario –que si usted no ha visto debe hacerlo ya, porque a pesar de su éxito de taquilla los exhibidores le quitaron ayer la mitad de las 300 funciones que tenía en la ciudad de México–, aparece el arzobispo Norberto Rivera Carrera bendiciendo a Salinas de Gortari y “a nuestros empresarios”, en una escena que explica su lealtad a los que defienden las peores causas. Ahora bien, ¿cuál es el balance final de este episodio? López Obrador –todo hay que decirlo– perdió la batalla de las campanas y necesita emprender un nuevo esfuerzo para que el movimiento que encabeza escuche y adopte su programa de acción en defensa del petróleo. La política es así. Cosa de tercos.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario