Editorial
El cardenal Norberto Rivera Carrera, en un comunicado leído en su nombre en el simposio Sanciones para algunos delitos imputables a clérigos según el derechos canónico y civil, calificó de “gravísimos” los casos de abuso sexual a menores de edad cometidos por sacerdotes y pidió “castigos severos” para esos actos, que “provocan la pérdida de confianza en las relaciones humanas”.
No es la primera vez que el arzobispado hace referencia a los escándalos que involucran a presuntos curas pederastas. En clara alusión al tema, el pasado 17 de octubre, la Arquidiócesis de México hizo llegar a los clérigos un manual de “comportamientos adecuados” en el que se les exhortaba a “evitar conductas imprudentes” con los menores de edad, “como abrazos inoportunos o poco naturales, juegos de manos o caricias fuera de lugar”. Luego, a principios de este mes, se anunció la celebración del simposio referido, en el que el propio Rivera Carrera participaría como ponente –lo que a final de cuentas no sucedió– y se abordarían temas relativos a las penas canónicas y civiles para los curas violadores de menores de edad.
El antecedente inmediato de tales pronunciamientos es la denuncia contra el arzobispo capitalino por el encubrimiento del sacerdote Nicolás Aguilar, presunto pederasta, sobre quien hay una denuncia que sigue curso legal en un tribunal de segunda instancia de California. Pero detrás de ese proceso hay un contexto mucho más amplio: los innumerables casos de abuso sexual cometidos por curas católicos contra feligreses hombres y mujeres, tanto menores como mayores de edad, en México y en otros países, que han levantado un clamor internacional en demanda de justicia. Un dato significativo de la situación es que entre 2002 y 2006 la Iglesia católica estadunidense pagó casi 400 millones de dólares por indemnizaciones a las víctimas de delitos sexuales. En el curso de las pesquisas se puso en evidencia que el encubrimiento de los jerarcas eclesiásticos conforma un patrón de conducta: cuando son denunciados, los delincuentes suelen ser enviados a otras parroquias, o incluso a otros países, a fin de asegurar su impunidad ante la justicia secular. No es raro que en sus nuevos destinos sigan cometiendo abusos, particularmente contra menores; tal sería, según la parte acusadora, el caso de Rivera Carrera y de Nicolás Aguilar.
Con esos antecedentes, la toma de posición difundida ayer parece obedecer a una política de control de daños, puesta en marcha por el arzobispado ante el evidente desprestigio que ha caído sobre su titular. Sin embargo, las posibilidades de que esa medida prospere parecen escasas en tanto no vaya acompañada de acciones concretas y de una colaboración decidida y autocrítica de la jerarquía eclesiástica para lograr el esclarecimiento de los casos de abuso infantil.
Por condenatorias que sean, las declaraciones de Rivera resultan insuficientes dentro de un contexto en el que los agravios son muchos y persisten los señalamientos sobre el patrón de encubrimiento e impunidad. La recuperación de la credibilidad y de la autoridad moral de la Iglesia católica requiere de una revisión y un análisis exhaustivos, dentro de la propia Iglesia, de los delitos en los que se han visto involucrados algunos de sus integrantes durante muchos años. En suma, el discurso debe ir acompañado de acciones concretas y de una colaboración decidida de su jerarquía para lograr el esclarecimiento de los casos contra menores.
Por otra parte, debe señalarse que más allá de la organización religiosa, el sistema de procuración e impartición de justicia del país ha exhibido una escandalosa renuencia a investigar los casos de pederastia cometidos por sacerdotes: baste mencionar la falta de consecuencia exhibida por el aparato judicial mexicano en el caso que involucra al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. La impunidad de los curas agresores no es, por tanto, responsabilidad exclusiva del clero, sino parece obedecer, en buena medida, a un pacto tácito de encubrimiento que involucra, además, a las autoridades judiciales. Como botón de muestra cabe recordar el vergonzoso episodio protagonizado por los seis ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (Salvador Aguirre Anguiano, Mariano Azuela, Margarita Luna Ramos, Guillermo Ortiz Mayagoitia, Olga Sánchez Cordero y Sergio Valls) que en noviembre del año pasado decidieron exculpar al gobernador de Puebla, Mario Marín, a pesar de haber comprobado su participación en una conjura para violar las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho, en represalia por las denuncias de la comunicadora contra una red de pederastia y pornografía infantil encabezada por el empresario Jean Succar Kuri.
En suma, existe la percepción generalizada de que en México el poder político, económico y religioso otorga impunidad a quienes cometen agresiones sexuales contra menores. Hasta ahora, los hechos la confirman.
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